El dolor físico de una persona pública es un factor que a nivel mediático puede convertirse en un verdadero reto, para quienes tienen la responsabilidad de cuidar la imagen de un tal personaje. Al presente, tenemos a la vista casos emblemáticos de esta penosa circunstancia: el cosmólogo y astrofísico Stephen Hawking, el presidente venezolano Hugo Chávez y su Santidad Benedicto XVI, por mencionar los más prototípicos. Pero, más sensible aún resulta el manejo de un dolor moral que ostensiblemente aqueja a un actor social de la más alta investidura.
Ésta es, desde mi punto de vista, la situación que contextualiza el sorpresivo anuncio de la renuncia al cargo del Papa Benedicto XVI y la movilización que está desencadenando para elegir a su sucesor en la cátedra de San Pedro. El solemne tiempo de inicio de la cuaresma, en que concluyen las fiestas del Carnaval, y arranca con la ceremonia del Miércoles de Ceniza, fue el escenario en el que Benedicto XVI pronunció una homilía inédita en sus anales pastorales: “El rostro de la Iglesia aparece muchas veces desfigurado. Pienso en particular en los pecados contra la unidad, en las divisiones del cuerpo eclesial”. Y lamenta “la hipocresía religiosa, así como el comportamiento de los que aparentan, (…) y las actitudes que buscan ante todo el aplauso y la aprobación”; por lo que instó a superar: “el individualismo y las rivalidades”.
“La mula del Papa” es un cuento de la picaresca gala, al más fino estilo francés –de sutil picardía política- del autor Alphonse Daudet, nacido el 13 de mayo de 1840 en Nîmes de le Gard. En el año de 1879, contrajo un mal incurable en la médula espinal, pero continuó publicando hasta 1895. Muere el 16 de diciembre de 1897, en Champrosay, donde cerca de 30 años él tuvo regularmente su residencia. Esta villa y sus alrededores le inspiraron cantidad de situaciones que son descritas en sus novelas. Retomamos de su hilarante libro Cartas desde mi Molino, este relato de inteligente fineza y humor, que se remonta a los Papas en su exilio de Avignon.
Seguimos pasajes de la pluma de Alphonse Daudet: De todos los bonitos dichos, proverbios o adagios, de los que nuestros paisanos de Provenza abrevan en sus discursos, yo no conozco uno más pintoresco ni más singular que el presente. A 15 leguas alrededor de mi molino, cuando uno habla de un hombre rencoroso, vengativo, se dice: “¡De ese hombre que está allí! ¡Desconfíe usted! … Es como la mula del Papa, que guarda durante siete años una patada”.
Y busqué por mucho tiempo, de dónde podía venir este proverbio… pero nadie podía explicarme tal asunto. Hasta que fui a la biblioteca de las Cigales, que me quedaba cerca y me encerré en ella durante ocho días. Y me topé con un manuscrito al color del tiempo que olía a lavanda seca y que tenía nietos de la Virgen como decoración.
Era un verdadero pape de Yvetot, pero un Yvetot de Provenza. Todos los domingos, al salir de vísperas, el digno hombre salía a dar un paseo; y cuando él estaba allá en alto, sentado hacia el buen sol, su mula cerca de él, sus cardenales alrededor sentados a sus pies sobre tocones de viejos árboles; entonces hacía que descorcharan un frasco de vino de su cosecha, este buen vino color de rubí que después fue llamado Château-Neuf des Papes, que él degustaba a pequeños tragos, viendo hacia su viña con un aire enternecido. Al regreso a la villa, dado que pasaba sobre el puente de Avignon, en medio de tambores y de bailarines, su mula, embelesada por la música, tomaba un trote saltarín, tanto que él mismo marcaba el paso del baile con su báculo; lo cual escandalizaba mucho a sus cardenales; pero a todo el pueblo le hacía exclamar: “¡Ah, el buen príncipe! ¡Ah, el valiente Papa!”
Después de su viña de Château-Neuf, aquello que el Papa amaba más en el mundo era a su mula. Todas las noches antes de acostarse iba a cerciorarse si la caballeriza estaba bien cerrada, si no le faltaba nada en el pesebre, y nunca se retiraba de la mesa del comedor sin hacer que le prepararan bajo su vista un gran tazón de vino a la francesa, con mucha azúcar y hojas de olor, que él mismo llevaba, a pesar de los comentarios de los cardenales… Podríamos decir que la bestia valía la pena. (Abrevio la narración en honor al espacio disponible).
Un día, un tal Tistet Védène, hijo de Guy, escultor de oro, que siempre estaba vigilándolo porque no quería hacer nada, merodeaba alrededor del palacio, con la negra intención de jugarle una broma a la mula del Papa. Un día que el Papa paseaba solo con su mula, Tistet se le aproxima y juntando sus manos, le dice con un aire de admiración:
“¡Ah, Dios mío, Gran Santo Padre!, ¡qué soberbia mula vos tenéis! Déjeme un poco que yo la cuide. ¡Ah, Papa mío, la bella mula!… El emperador de Alemania no tiene una parecida”. Y la acariciaba, y le hablaba dulcemente como a una doncella: “¡Ven acá, mi joya, mi tesoro, mi perla fina…” Y el Papa, conmovido, se decía a sí mismo: “Qué buen muchacho, cómo es gentil con mi mula”, y Tistet entra al servicio del Papa, a cuidar su mula.
Pero, he aquí que comienza el sufrimiento de la pobre mula; porque Tistet en compañía de los otros nobles jóvenes que cuidaban la caballeriza, a diario se daban el banquete con aquel gran tazón de vino a la francesa, no sin antes que Tistet hiciera algo diabólico… le acercaba el tazón a las narices de la mula, y le hacía oler aquel rosado líquido que la volvía loca, para luego dejarla en ayuno y él con sus secuaces deleitarse con sus efluvios.
La mula pensaba para sus adentros “¡Ah, bandido! Si te atrapo, qué golpe de herraduras habré de darte!”. Pero, adivinen qué… Tistet, como premio a su “buen cuidado”, es enviado junto con sus nobles compañeros a la corte de Nápoles, para aprender de la reina Juana, buenas maneras.
La mula quedó desilusionada, pero, se queda aguardándolo.
Siete años pasaron. Y finalmente Tistet regresa, y sin empacho le dice al Papa: “Vengo a pedirle la plaza de Primer Moutardier” (Primer Cheff de las mostazas de palacio). Puesto que al final logra. El día que recibe su nombramiento, se arregla su pelo de oro ensortijado con una piocha que parecía recortada de una escultura de oro de su padre. Recibiría del Papa las insignias de su encargo: “una cuchara de madera amarilla y una casaca azafrán”. La mula disimulando espiar si no la miraba el Papa, toma un gran aliento, y tómala, bandido, ¡he aquí que te la tengo guardada por siete años! Le ha dado un golpe tan, pero tan terrible, que de Pampérigouste mismo fue vista una humareda, un torbellino de humo rubio, que revoloteaba con una pluma de Ibis; era todo lo que restaba del infortunado Tistet Védène.
Moraleja, no hay rencor más terrible que el rencor eclesiástico. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.