Hace 50 años… / Extravíos - LJA Aguascalientes
22/11/2024


Al principio estuvo una huelga y una cena. Los primeros días de enero de 1963 continuaba en New York una huelga de impresores que desde el 8 de diciembre del año anterior había suspendido la edición de nueve publicaciones, entre ellos el proverbial New York Times (NYT) y su no menos legendario suplemento dominical de crítica literaria, The New York Times Review of Books (NYTRB), suplemento que desde sus primeras ediciones en octubre de 1896 adquirió gran notoriedad. Y así, repentinamente los lectores, autores, críticos, libreros y editores neoyorkinos, y desde luego de otras regiones de los Estados Unidos, se encontraron sin su cita semanal con la NYTRB. En esas mismas semanas Jason Epstein, entonces editor de Random House y su esposa, también editora, Barbara, se reunieron a cenar con el poeta Robert Lowell y su esposa la novelista y ensayista Elizabeth Hardwick. Lowell recuerda: “estábamos hablando sobre la huelga del periódico y dije algo como ‘Estos días han sido maravillosamente tranquilos. No tenemos que leer el NYTRB’”. La pregunta surgió de inmediato y de manera natural. “¿Por qué no comenzar una revista nosotros? y, entonces, concluye Epstein “estuvimos bromeando de cuán divertido sería hacerlo.” Al otro día Jason Epstein llamó por la mañana a Robert Silver, en esos días editor asociado en la revista Harper’s, para preguntarle si estaba dispuesto a asumir, junto con Barbara Epstein, las responsabilidades de editar una nueva revista centrada en la crítica de libros -no sólo literarios, sino también de temas políticos, culturales, y científicos- y el ensayo y comentario analítico sobre temas de actualidad. Silvers aceptó de inmediato. Para la tarde de ese mismo día, mientras Lowell conseguía capital fresco para iniciar actividades,  los esposos Epstein y Silver visitaron todas las casas editoriales que conocían para conseguir el mayor número de anunciantes posibles que, en ese momento por la huelga de impresores, eran todos los que podrían desear. La siguiente tarea fue encontrar los colaboradores para el primer número lo que, por extraño que parezca ahora, no fue en absoluto difícil. Es ahora Silvers quien recuerda: “le pedimos a algunos de los escritores que más admiramos que, en tres semanas, contribuyeran con algo…sin ningún pago.” La respuesta fue entusiasta, desinteresada (por una vez) y,  esto es lo realmente importante, de gran calidad.

Así, el 1 de febrero de 1963, hace 50 años, salió el primer número de The New York Review of Books (NYRB). La nómina de autores de esa edición incluyó a W.H. Auden, William Styron, Elizabeth Hardwick, Dwight Macdonald, Norman Mailer, Mary McCarthy, Susan Sontag, Irving Howe, John Berryman, Philip Rahe, Gore Vidal, Robert Lowell, Barbara Probst Solomon, Robert Penn Warren, entre otros, los que le imprimieron a la recién fundada revista no sólo un sello inconfundible en cuanto al alto nivel de calidad que habría de tener la nómina de sus colaboradores, sino también en cuanto al tono o grado de combatividad política y cultural que se alcanzaría en sus páginas. Los editores incluyeron una nota que, más que un manifiesto, era una brevísima declaración de propósitos: el NYRB nació como una publicación literaria que, en opinión de todos los involucrados, era necesaria para la vida cultural, política y social de los Estados Unidos.

¿A qué necesidades se referían? En lo básico a la necesidad de revitalizar la crítica literaria (esto es combatir la decadencia en que, en su opinión, se encontraba), otorgarle mayor densidad y altura a la crítica cultural (combatir la banalidad y trivialización de una buena parte de la cultura moderna), a la necesidad de animar y ampliar los horizontes del debate público tanto de los asuntos internos como de los externos (combatir los dogmatismos y la simplificación) y reconocer y analizar la diversidad y pluralidad de la vida social (combatir los prejuicios, el conformismo y el anti-intelectualismo).

A lo largo de 50 años, -y después de mil  42 números donde publicaron a 7 mil  759  autores, 7 mil 79 ensayos, 11 mil 266 reseñas críticas de libros, y 4 mil 77 cartas de los lectores, lo que en conjunto da poco más de 56.6  millones de palabras– el NYRB ha permanecido fiel a estos orígenes y no sólo ha sabido mantener y nutrir el alto nivel de exigencia con el que surgió, sino que, también a partir de ello, es que a lo largo de estos años, con diferentes énfasis y vigor y ante una agenda pública cambiante, ha sabido también dar vigencia y combatividad a su compromiso con la independencia intelectual y política. Su trayectoria honra, en efecto, esa venerable tradición intelectual, sobre todo entre la izquierda liberal, donde no hay nada demasiado sagrado o imponente como para exentarlo de la crítica, del escrutinio de la razón.

Sostener y enriquecer esta trayectoria a lo largo de 50 años ha sido, más que una hazaña de la perseverancia, un logro, y no encuentro una expresión más justa y elocuente, del coraje moral de sus editores y colaboradores, es decir del coraje que nace de la convicción de que, para decirlo con Edward W. Said, “todos los seres humanos tienen derecho a esperar pautas razonables de conducta en lo que respecta a la libertad y la justicia por parte de los poderes o naciones del mundo, [por lo que] las violaciones deliberadas e inadvertidas de tales pautas deben ser denunciadas y combatidas con valentía”.

Y si bien ciertamente la NYRB y sus colaboradores han sido sujetos de críticas e incluso de atosigamientos varios en sus 50 años de vida  -para los neoconservadores no ha sido sino el órgano de propaganda de lo que Tom Wolfe llamó alguna vez los Radical Chics, en tanto a la izquierda radical siempre le ha parecido tímida sino es que demasiado afectada en sus modos y modales y para los populistas de derecha e izquierda ha sido una revista de élite de interés sólo para la élite-  lo cierto es que nunca se le podrá reprochar, para recordar la añeja expresión de Julien Benda, de haber traicionado su vocación, o abandonado sus convicciones o desertado de sus responsabilidades públicas.

De los años en que tuvo lugar lo que Hannah Arendt diagnosticó como una crisis de la República –ascenso de la lucha por los derechos civiles, la renovación del feminismo, el desencanto y desconcierto estudiantil, la amenaza de la violencia política, la guerra de Vietnam, Watergate- hasta el entusiasmo recuperado y el escepticismo ensimismado de la época de Obama –pasando por la era del narcisismo conservador (los 80), los alegres 90 y los años del terror y la crisis económica (2001-2008)– la NYTB ha ofrecido, más que un mero registro o un frío testimonio, un referente analítico, una rigurosa y combativa revisión crítica que ha hecho las veces de un espejo donde la sociedad norteamericana ha podido reconocer sus contradicciones,  esto es sus miserias  morales e injusticias, sus inequidades sociales y su arrogancia política, pero también ha podido ver –y defender y revalorar-  la fortaleza de sus instituciones democráticas, económicas, educativas, científicas y, entre todas las cosas, la solidez de sus instituciones culturales que hacen posible no sólo sostener un vigoroso debate y conversación pública, sino también cultivar y proteger, desde la sociedad, esto es desde la ciudadanía, las libertades cívicas.

Esto no es un mérito menor ni nada despreciable en una era en que no pocos no han dudado en escribir el obituario de la figura misma del intelectual público (¿hay de otros?) y sus empresas (libros, revistas, editoriales, periódicos, enseñanza, portales, blogs), ante tendencias tan corrosivas y poderosas como la tecnocratización del saber y el decir, la conversión de los intelectuales en profesores o burócratas universitarios, las transformaciones del mercado de ideas (en particular la crisis de los medios impresos tradicionales) y, en fin, ante la irrelevancia que el trabajo intelectual serio puede tener en una sociedad que está  haciendo de la cultura un espectáculo de la trivialidad, un festín del sinsentido y una prestigiosa forma de aburrirse. Ante ello, es digno de celebrar la dignidad, calidad y la combatividad con que The New York Review of Books  ha cumplido sus primeros 50 años.



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