Entre los muchos temas que no se tocan a la mesa en los hogares mexicanos, uno que está cercado y tapiado con toda clase de obstáculos y prohibiciones es el del dinero. Se habla de política y las discusiones toman la invariable y desquiciada forma de una competencia bizarra por demostrar quién es el menos corrupto; se habla de historia y el debate se instala en el terreno de los datos duros y científicos para ver quién sustenta mejor el hecho o personaje de tintes heroicos y míticos que enarbola; se habla de futbol y la disputa verbal toma la forma de un sainete charro para establecer de una vez por todas quién, qué equipo y qué afición, es más macho o menos maricón; se habla de religión y los dogmas se profieren como argumentos y el callejón bizantino es a un mismo tiempo ring y punto de partida y de llegada. Pero de dinero no se habla, de eso no. A pesar de que se trata de un objeto complejo que utilizamos desde niños y que utilizaremos hasta la muerte y que, de hecho, influye en muchas de las decisiones que tomamos y que repercuten en aspectos importantes de nuestra vida –casa, educación, transporte, vestido, personalidad, profesión, etc.–, de dinero no se habla. El mutis absoluto y el analfabetismo al respecto se promueven a rajatabla como materias obligatorias.
Cuando no pueden realizar un trueque, los mexicanos usan el dinero: como medio de intercambio, porque es mucho más eficiente que el sistema de trueque; como unidad contable, porque es más fácil utilizarlo como punto de referencia para calcular y comparar el valor de diversos bienes que usar chivos, gallinas, puercos o granos de cacao; como depósito de valor, porque es más fácil guardar los ahorros y la herencia en papel moneda y bajo el colchón que almacenar granos de maíz, tener un rancho para acumular cabezas de ganado o incluso dormir sobre lingotes de oro; como instrumento social, para alardear, simular, ocultar, imitar, mostrar y otros menesteres menos dignos.
Pero de dinero no se habla. Se le percibe como algo sucio, como algo que corrompe el alma, como algo inefable, sólo pronunciar las letras de su nombre puede mancillar lo más profundo del ser y sumirnos para siempre en la ignominia. No es de caballeros ni de damas hablar de dinero, no es de buena educación, es falta de respeto grande preguntarle a cualquiera sobre sus asuntos financieros, sin importar si son personales o profesionales.
En el catolicismo, nuevamente, me temo, está la raíz de semejante desprecio. Tanto las culturas cuna de Occidente –Grecia y Roma–, y prácticamente todas las culturas, como las principales religiones, antiguas y de la actualidad, se han visto compelidas a reflexionar y fijar una postura sobre el dinero, en especial sobre el tema de los préstamos y el cobro de intereses, puesto que al parecer entra en conflicto una práctica, prestar dinero con intereses, y una ley o norma, moral, política, religiosa. Sin embargo, ha sido la Iglesia Católica la que desde hace siglos ha sido particularmente enérgica en la condena contra esta práctica. Es parte de su doctrina. Como sabemos, el préstamo de dinero con intereses es uno de los fundamentos del capitalismo moderno. Aunque no sea nuestro negocio, más o menos intuimos que hay ser aguzados sobre estos menesteres porque todo el tiempo somos o prestamistas o prestatarios, de una u otra forma, por elección o no, en todo momento somos acreedores o deudores. Sin embargo, por esta influencia del catolicismo, los mexicanos tienen relaciones ambiguas con el dinero, la mayoría de las veces poco sanas. Sin importar si se gasta, recibe, presta o gana dinero, la culpa católica posa inexorablemente su gran velo sobre todos estos actos. Y una vez que la culpa está presente, todo se traslada al territorio fangoso de las emociones –el miedo y la codicia, principalmente– y desde ahí se toman decisiones que tienen que ver con el curso de un negocio –comprar, vender– o de nuestra vida –pan, abrigo, refugio–, nada más. Si entre sus planes próximos está adoptar un mexicano, siga los siguientes pasos.
Primer paso: si le toca en suerte un mexicano avaro como Scrooge, no se recomienda invocar fantasmas insensibles, descafeinados y light –¿hay fantasma que no lo sea?– que además de ser buenos para provocar repeluses varios no sirven para nada más. Mejor invocar cada noche al látigo del pasado, al cinturón del presente o al fuste del futuro. Estos instrumentos sí son parte del mundo de los vivos y verá que sí apelan de manera efectiva a la sensibilidad de su mexicano. Pueden pasar dos cosas: o se acentúa la avaricia o desaparece. Aunque es un volado, vale la pena el intento.
Segundo paso: si le toca un mexicano codicioso como Shylock, dirija ese apetito ansioso a formas más cristianas. Aunque sigue siendo ilegal pedir una libra de carne como garantía por un préstamo, no lo es hacer préstamos de dinero a través de tarjetas de crédito, préstamos personales o de nómina con una tasa de interés a la altura de la ambición más desbordante. Ojo, con la dirección adecuada, su mexicano podría convertirse en un gran banquero. Eso sí, en caso de moratoria, su mexicano no podrá hacer reclamos sobre el cuerpo o el alma de su deudor –no es un shylock cualquiera o el diablo, incluso–, pero sí sobre todo lo demás, es legal.
Tercer paso: si le toca un mexicano derrochador –nota: confieso que mi cultura no dio para dar con personaje prototípico ad hoc (nota a la nota: podría escribir una novela al respecto, título provisional: Manny El Manirroto)–, la cosa se pondrá peliaguda.Éste es el tipo más común de los tres y el que exige mayor trabajo, mucho trabajo, se recomienda obsequiar a su mexicano una alcancía de cochinito de barro para que comience a ahorrar y a enseñarle a hacer planes más allá del fin de semana. Como dije, mucho trabajo.
Preguntas frecuentes: ¿El mexicano gasta dinero? Sí. ¿El mexicano guarda dinero? No. ¿El mexicano invierte dinero? Depende.