{Especial} La señora y el señor Hitchcock - LJA Aguascalientes
15/11/2024


El cine nació para deleite del voyeur. Pocas actividades –artísticas, artesanales o industriales lo mismo da–  se han desplegado con tan voluptuoso y persistente afán de gratificar la necesidad de mirar, de escrutar con la mirada, la vida de otro, que, por cierto, no es sino otra forma de escudriñar nuestra propia vida. Por supuesto se trata de una gratificación que, por decirlo de algún modo, es extremadamente ambigua y enigmática. Lo que vemos en la pantalla lo mismo nos puede serenar, asombrar y divertir que alterar, inquietar, perturbar profundamente: en sus mejores momentos no hay modo de mirar una película sin que se altere la forma misma en que miramos al mundo y a nosotros mismos.

Esto lo sabía muy bien Luis Buñuel. Cuando en las primeras imágenes que filmó para Un chien andalou en 1929, nos muestra cómo, a mitad de la noche y mientras unas nubes escinden la luna, un hombre  –el mismo Buñuel– prepara una navaja de afeitar con la que impávido taja el ojo de una mujer, lo que parece querer decirnos es que el cine existe y, a fin de cuentas de todo arte, para abrirnos los ojos, así sea por medio de tajos, para que veamos cómo el mundo se hace y rehace continuamente y, de nuevo en términos buñuelianos, para que nos atrevamos a asomarnos a nuestro interior.

Pero fue un inglés quien hizo el homenaje más acabado a las posibilidades que el cine ofrece al voyeur. En La ventana indiscreta (1954), Alfred Hitchcock obsequia a sus protagonistas –L.B. Jedderies (James Steward), Lisa Carol (Grace Kelly) y Stella (Thelma Ritter)– el sueño de todo mirón: una ancha ventana por la cual observar a todas horas a sus vecinos sin que ellos lo adviertan y sin que, en ningún momento, aparezca algún inoportuno sentimiento de fastidio, culpa o del más leve pudor. Antes bien, este trío de mirones es redimido cuando resuelven un asesinato y, ay, cuando Jedderies y Steward reencuentran la tranquilidad como pareja después del nerviosismo que les causó el mirar la suerte conyugal de prácticamente todos sus vecinos.

Pero ahora le ha tocado al señor Hitchcock ser el objeto de la mirada. Para la realización de su primera película narrativa Sacha Gervasi –periodista, guionista y documentalista inglés– ha vuelto su mirada sobre Hitchcock en el momento en que trabaja en Psicosis (1960), una de sus obras maestras y la película de Hitchcock que más éxito comercial obtuvo y probablemente la que mayor influencia haya tenido en el desarrollo del cine.

Y si bien Gervasi ha tomado como punto de partida el libro de Stephen Rebello Alfred Hitchcock and the Making of Psycho (Dember Books, 1990), su versión es menos ambiciosa y abarcadora que la que su fuente ofrece. Lejos de detenerse en los innumerables, y en muchos sentidos fascinantes, aspectos técnicos y artísticos que Rebello narra y documenta con gran detalle, lo que Gervasi prefiere observar es la relación entre la señora y el señor Hitchcok. De hecho tengo que corregir lo dicho antes: la mirada de Gervasi no se ha puesto realmente en el director sino en Alma Reville y Alfred Hitchcock. En Hitchcock (2012) es tan importante lo que pasa puertas adentro del hogar de los Hitchcock como lo que ocurra en el set, en los cuartos de edición, en las oficinas de los magnates de Paramount o en la sede de los censores de The Production Code Administration. En este sentido Hitchcock es, como lo es Mi semana con Marilyn (2011) de Simon Curtis, una película intimista que tiene lugar alrededor del mundo del cine. De ahí que Gervasi se haya permitido, sabiamente me parece, que el peso dramático de la película se apoye ante todo en las notables interpretaciones que logran Anthony Hopkins como Alfred y, sobre todo, la soberbia Helen Mirren como Alma.

Al iniciar la producción de su película número 47, Psicosis, los Hitchcock tienen ya 34 años de matrimonio, que, en su caso, supuso no sólo sobrellevar los pormenores conyugales de una pareja convencional de la época –“mis padres eran tan normales como cualquiera familia media” escribió Pat Hitchcock en la biografía que en colaboración de Laurent Bouzereau dedicara a su madre, Alma Hitchcock: la mujer tras del hombre, (Circe, 2009)–  sino también compartir, en el sentido profesional de la palabra, una trayectoria artística de la que habrían de resultar uno de los legados cinematográficos más importantes y entrañables del siglo XX. Cuando a principios de la década de los 20 Alma y Alfred se conocieron, la señorita Reville llevaba ya por lo menos nueve años trabajando en el medio cinematográfico como actriz, guionista y editora. De hecho su primer encuentro tuvo lugar cuando ambos trabajaban en la película Woman to Woman (1923) de Graham Curtis, ella como editora y él como director de arte y asistente de director. Dos años después Hitchcock dirige su primera película, The Pleasure Garden (1925) contando con Reville como asistente de director. Un año más tarde contraen matrimonio y se consolida una relación profesional que los Hitchcock conservarían siempre, si bien ello no supuso que Alma recibiera el reconocimiento público que su trabajo y talento merecían.

Pero la película de Gervasi arranca algunos años después y, como anotamos antes, cuando la pareja lleva junta ya más de tres décadas. Hitchcock comienza con una fastidiosa pregunta que un reportero le hace a Hitchcock al salir de la premier de Intriga internacional (1959): “Usted es el director más famoso del mundo, pero tiene 60 años, ¿no cree que debería renunciar mientras está a la cabeza?” Al igual que su compatriota James Bond (en Skyfall de Sam Mendes, 2012) ante una impertinencia similar, Hitchcock sonríe y decide seguir adelante volviendo un ojo hacia lo que ha sido su propio y magnífico pasado como cineasta y el otro hacía lo que intuye le queda aún por descubrir, por innovar, por provocar.

Después de la cancelación de un proyecto con Audrey Hepburn y Laurence Harvey y de descartar algunas propuestas de sus productores usuales –entre las cuales estaba Casino Royale basada en la novela de un tal Ian Fleming– Hitchcock optó por adaptar Psicosis de Robert Blonch, una novela obscura, violenta y un tanto transgresora cuyo personaje –Norman Bates– se inspiró directamente en la trayectoria criminal de Ed Gein. Para más señas el señor Gein, cuya detención atrajo fuertemente a la opinión pública, fue un psicópata cuyo repertorio de perversiones incluía, además del asesinato serial, el canibalismo, la necrofilia, el incesto maternal, la profanación de tumbas y la confección de prendas de vestir femeninas o simulacros de piel humana utilizando como materia prima la piel de sus víctimas femeninas (Al parecer Norman Bates es “hermano de sangre” –si se me permite un inofensivo sarcasmo– de Hannibal Lecter y Jame Gumb  los personajes que creara el novelista Thomas Harris también a partir de Gein).


En un principio nadie, incluyendo a su esposa, dio la bienvenida al nuevo proyecto de Hitchcock. Paramount denegó el dinero y Hitchcock tuvo que hipotecar su casa –con todo y la alberca que tanto amaba Alma– para obtener los 800 mil dólares que requería la producción. Contando ya con la aprobación y apoyo de Alma, que eran los que en realidad contaban, Hitchcock asumió plenamente los riesgos financieros y artísticos del proyecto: Psicosis sería una película de bajo presupuesto (más cercana, incluso temáticamente, a las producciones de Serie B que a los grandes proyectos que había realizado poco antes), se filmaría en blanco y negro, prescindiría de grandes estrellas y, sobre todo, se permitiría tanto desatender los criterios fílmicos entonces en uso como el ir más allá de las fronteras expresivas que la censura estaba entonces en condiciones de imponer.

Bajo esas premisas Hitchcock tomó control absoluto de la producción y no dejó de imprimir su peculiar forma de hacer las cosas en cada fase de ésta. Así, por ejemplo, manda comprar todos los volúmenes posibles de la novela de Blonch para evitar que demasiada gente conozca el desenlace de la historia; contrata a un guionista, Joseph Stefano, en parte por las indiscreciones que éste le revela de sus sesiones con el psicólogo; otorga a Anthony Perkins el papel de Bates ya que ve en él a una persona con conflictos de personalidad en cierta medida similares a los de su personaje; da a Vera Miles el rol menor de Lila Crane como una forma de castigo por abandonar el proyecto Vértigo (1958) y el de Marion Crane a Janet Leigh no sólo por su probada capacidad, sino también porque personifica con creces el tipo de mujer que le obsesionaba; exige silencio absoluto a todos los involucrados en la filmación en relación a la trama; impide que los funcionarios de Paramount –quienes tenían los derechos de distribución del film– siquiera se asomen al set de filmación; pone a prueba la suspicacia de los censores y, last but not least, dicta a los gerentes de los cines donde habrá de exhibirse la película las condiciones de ingreso de los espectadores (“Nadie será admitido en la sala de cine después de que empiece la película”).

Todo ello indica que como en pocas ocasiones, Hitchcock fue dueño total de su propia obra que resultó en una gran obra. La alegría que siente Hitchcock al escuchar desde el pasillo del cine  los gritos de terror de la audiencia cuando Bates acuchilla en la ducha a Marion es una alegría que compensó cada uno de los riesgos tomados, cada una de las muchos días y noches en que la incertidumbre y el miedo a fracasar dominaron el ánimo de Hitchcock (François Truffaut dixti: “el hombre que mejor ha filmado el  miedo [Hitchcock] es él mismo un miedoso”).

Pero en medio de este ímpetu creativo Alma y la vida conyugal de los Hitchcock nunca estuvieron ausentes. Gervasi saca una y otra vez la cámara del set y la dirige al hogar de los Hitchcokcs donde podemos ver, voyeurs fascinados, cómo Alma y Alfred lidian con sus propios demonios. Lo que Gervasi pone en escena es una sucesión de celos mutuos, ansiedades compartidas, glotonerías y hábitos etílicos, miedos mal disimulados, mutua dependencia afectiva, pero también y sobre todo, cariño, admiración y respeto mutuo, solidaridad personal y colaboración profesional, humor cómplice y una lealtad a prueba de todo. Es en este terreno de lo íntimo, donde la cercanía o bien todo lo daña o bien todo lo salva, es donde se aprecia mejor la magnificencia que tiene la firmeza, integridad y creatividad de Alma. Es ella quien aporta a la relación el grado necesario de equilibrio y paciencia necesaria para sobrevivir en un medio como el que han escogido para vivir tan lleno de golpes bajos, tentaciones andantes, traiciones cotidianas. Y es ella también, quien, sin siquiera reclamar el reconocimiento debido, aporta una y otra vez ideas y sugerencias para hacer de los filmes de su marido lo que llegaron a ser. Psicosis le debe, por ejemplo, la definición de en qué momento de la película debería aparecer la famosa y decisiva escena de la ducha, el que se utilizara de manera integral la asombrosa partitura de Bernard Herrman; es ella también quien, desde el cuarto de edición, y junto al propio Hitchcock y el editor George Tomasini, le da forma final al film.

Todo ello lo relata Gervasi con discreción y gran fluidez, aprovechando cada momento para introducir el matiz necesario, delineando el trazo justo de la espiral de emociones en que se encuentran los personajes. En este sentido basta ver cómo Gervasi ensambla el memorable  juego de insinuaciones y celos que se da en la primera reunión entre los Hitchcock y Janet Leigh (Scarlett Johansson cuyo ingreso a escena tiene una hermosa similitud con el de Marilyn Monroe en Una Eva y dos Adanes (1959) de Billy Wilder).

Pero, en fin, Hitchcock nos muestra cuánto de Alma hay, no sólo en Psicosis, sino en la obra firmada por Alfred, su esposo. Pero dejemos el corte final, las últimas palabras al propio señor Hitchcock. Cuando en 1979 el American Film Institute le dedicó un homenaje, en el momento de los agradecimientos Hitchcock dijo: “pido permiso para mencionar por su nombre únicamente a cuatro personas que me han dado todo su cariño, su reconocimiento, sus ánimos y su constante colaboración. La primera de las cuatro es una montadora cinematográfica, la segunda es una guionista, la tercera es la madre de mi hija Pat, y la cuarta es la cocinera más excelente que haya obrado milagros en una cocina doméstica, y el nombre de las cuatro es Alma Reville. Si la hermosa señorita Reville no hubiera aceptado hace 53 años un contrato vitalicio sin opciones para convertirse en la señora de Alfred Hitchcock, es posible que el señor Alfred Hitchcock se encontrara en esta sala esta noche. Sin embargo, no estaría en esta mesa, sino que sería uno de los camareros más lentos de la sala. Quiero compartir este premio, como he compartido mi vida, con ella”.


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