El Código Ratzinger / Extravíos - LJA Aguascalientes
22/11/2024

 

La reciente renuncia de Benedicto XVI es, desde cualquier punto de vista, un hecho inusitado,  ajeno a las costumbres y tradiciones de la iglesia a la que pertenece y sirve. No sólo porque el último papa en renunciar fue Gregorio XII en 1415 –época convulsiva con dos papas y un antipapa reclamando para sí el legado de Pedro- sino también porque se da por sentado que los papados concluyen, literalmente, con el fallecimiento del Sumo Pontífice y no antes. Menos inusitado es, sin embargo, el clima o contexto en que tiene lugar la renuncia y que, más allá del comprensible cansancio de Ratzinger para ejercer su ministerio, ayuda, o al menos permite especular sin demasiado extravío, sobre las razones y sinrazones que llevaron a que, por vez primera en la historia, un papa abandone voluntariamente su cargo.

Contraviniendo la clara voluntad de Jesús en el sentido de que “Mi Reino no es de este mundo” (Juan, 18:36), la iglesia católica se ha destacado, entre otras cosas, por su persistente disposición de fincar en este mundo su reino y, por tanto, por haber hecho de la conquista y retención del  poder mundano -el poder político, económico e ideológico-  una de sus más notorias razones de existir. Apenas si es necesario recordar que si la historia de la iglesia católica es en buena medida la historia de un apostolado que puede explicar el porqué cuenta actualmente con cerca de 1.2 miles de millones de fieles, es también, en no menor medida, una historia canalla, una historia hecha del material de la avaricia, la mezquindad y, en sus propios términos, del pecado. Y este último aspecto, desde luego, no alude sólo a episodios medievales e inquisitoriales del pasado remoto, sino a la historia reciente, a la historia de nuestros días y nuestras noches.

En este sentido resulta difícil ver la renuncia del aún hoy papa desvinculada de las incesantes disputas que, desde que a mediados de abril de 2005 Joseph Ratzinger sucediera a Juan Pablo II, hicieron del papado de Benedicto XVI una lucha más o menos visible, más o menos declarada, pero siempre activa e intensa, por el control del Vaticano.

No estoy diciendo, porque simplemente no lo creo así, que la renuncia de Benedicto XVI sea el exitoso desenlace de una turbia conspiración. Pero sí estimo factible que al considerar su renuncia y al “haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia”, Benedicto XVI haya ponderando no sólo su fortaleza física para continuar con su ministerio sino también la capacidad de su liderazgo dentro del Vaticano, es decir su posición de poder y su capacidad de gobernar su propia iglesia.

Para Benedicto XVI ello supone en este momento la capacidad tanto para dar continuidad a su loable intención de enderezar su iglesia (sacudida por escándalos nada piadosos como la pederastia de muchos de sus prestes, los fraudes financieros e inmobiliarios de los banqueros del Vaticano, el espionaje mal disimulado del mayordomo papal, las filtraciones a la prensa de las disputas de poder, los frecuentes desencuentros con los fieles judíos y musulmanes –recuérdese el discurso de Ratisbona- por mencionar los más visibles) como para poder dar una respuesta eficaz y convincente a lo que en la lectura de su renuncia llamó las “rápidas transformaciones y sacudidas” a las que está sujeto el mundo de hoy y que no dejan de afectar aspectos, de nuevo con sus propias palabras, de “gran relieve para la vida de la fe” (quizá se refería a su condena a lo que llamó los nuevos pecados sociales –el capitalismo salvaje, la manipulación genética, la contaminación ambiental, la drogadicción, la injustica y desigualdad social- o bien en su necia homofobia militante y su terca oposición a la libertad afectiva y conyugal y al uso de preservativos para prevenir el SIDA), por lo que es probable que en su introspección haya advertido que no sólo ha disminuido su vigor, “tanto de cuerpo como de espíritu”, sino que también que se encontraba, si no completamente solo, sí extremadamente aislado como para poder seguir razonablemente impulsando su misión.  Después de todo hasta Jesús contaba con 12 –u 11- aliados incondicionales.

Es probable que el liderazgo de Benedicto XVI, puertas adentro en el Vaticano, haya disminuido en los últimos años en relación inversamente proporcional al aislamiento en que sus “colegas enemigos” lo fueron abandonando, conforme las enmiendas y correcciones que introdujo fueron afectando vivamente la tranquilidad e intereses de no pocos personajes dentro y fuera del Vaticano, dentro y fuera de la iglesia. No olvidemos que el mismo diario oficial del Vaticano,  L’Osservatore Romano, caracterizó hace poco la situación del papa como la de un “apacible pastor rodeado de lobos”. Finalmente es posible que en el ánimo de Ratzinger podría haber estado también el temor de que este aislamiento no habría sino acentuarse conforme fuesen volviéndose más intensos tanto los síntomas de su vejez como la ineludible cercanía de la muerte.

Éstas son, acaso, algunas de las claves del código Ratzinger.

En todo caso la renuncia de Benedicto XVI es una decisión que lo honra toda vez que muestra, por decirlo de un modo, una visión de estadista –y conviene no subestimar que el Vaticano es un Estado- un estadista que, con toda responsabilidad, sabe reconocer cuando llegó el momento en que la mejor forma de servir y proteger a su institución es retirarse con discreción y humildad. La renuncia de Benedicto XVI muestra también la fortaleza de su convicción de que, como escribió, siendo aún Cardenal, en su ensayo La pretensión de la verdad puesta en duda, todo cristiano debe procurarse que siempre coincidan “el recto obrar (ortopraxis) y el recto creer (ortodoxia)” que, en esta ocasión, presupone, por parte del papa, confiar en que su iglesia tendrá la entereza moral para encontrar el camino de rectificación, un camino que aún los no creyentes veríamos con agrado.


Es claro, sin embargo, que no todos encuentran justificada esa misma confianza. Recientemente el teólogo Hans Küng, amigo de juventud de Ratzinger, había escrito con gran pesar que en realidad “el papa ha perdido ya todo control, y el sistema está tan en crisis que ha colapsado”. De ser así, la renuncia del papa no habría sino abierto de par en par las puertas no tanto a la reformas, sino a esos lobos a los que alude L’Osservatore Romano. A finales de este mes, cuando se nombre un nuevo papa, tendremos más claridad al respecto.

La renuncia de Benedicto XVI tiene, finalmente, un imprevisto eco en un breve poema que Rafael Alberti, ese extraordinario y hoy un tanto olvidado poeta español, incluyó en su libro Roma, peligro para caminantes (1968). El poema es “Basílica de San Pedro” y en él Pedro, la primera piedra de la iglesia, el papa fundador, confiesa a Jesús su desasosiego (“Di, Jesús, ¿Por qué me besan tanto los pies?”) y su abatimiento (“pues tengo los pies cansados”), para al final levantar una breve plegaria:

“Haz un milagro, Señor.

Déjame bajar al río,

Volver a ser pescador,

Que es lo mío.”

 

Benedicto XVI parece haber pedido, si no un milagro, sí poder volver a lo suyo, ser de nuevo el mismo y volver a calzar los zapatos de Ratzinger.


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