La “KULTURA” es una de esas palabrotas sacramentales que bien usada nos puede servir para presumir ante los amigos en el café, descalificar a los enemigos en el debate, ostentar en la calle presumiendo quien la tiene más grande, defender furibundamente ante los impulsos neoliberales privatizadores, promover con cargo al presupuesto dándole de paso una pellizcadita en beneficio de las finanzas personales; y todo esto sin que se tenga una definición estructurada de la misma, para al menos saber que estamos hablando de lo mismo. En espera del próximo simposio donde sociólogos, antropólogos y sobre todo cultos intelectuales debatirán sobre el tema, previa beca o viaje con viáticos, adelanto algunos conceptos desde la más prosaica de las perspectivas: la económica, para hablar del denominado “mercado de bienes y servicios culturales”.
Partamos de que existe el llamado por antropólogos “componente inmanente de la cultura”, donde origen étnico, idioma, nacionalidad, religiones y tradiciones, dan al individuo un conjunto de características culturales con las que se nace; esta dotación empero no es determinista, sino que el individuo va modificando en mucho gracias a la adquisición en el mercado de un conjunto de bienes y servicios, al que llamaremos “culturales” a falta de mejor definición. Este conjunto en principio es difícil de ubicar en la “pirámide de necesidades” de Maslow, pues tiene poco que ver con la supervivencia, la reproducción, protección, etc. empero devienen en “necesarios”. Ejemplifiquemos: el objetivo de un vehículo automotor es el transporte y todo lo que coadyuve a este fin es necesario; la existencia de un radio sería entonces irrelevante, empero el propietario lo considera tan importante que puede invertir una cantidad en adquirir uno a su “gusto”; pero para que el radio funcione deben existir radiodifusoras, empresas dedicadas a la grabación y difusión de música diversa, etc.; en suma el radio es sólo un eslabón de una amplia cadena productiva.
Ernesto Piedras en su estudio Cuánto vale la cultura estima la dimensión económica de las actividades culturales, aunque con un sesgo, al considerar sólo los productos “protegidos por derecho de autor”, dejando de lado toda la gama de servicios culturales que pueden tener mayor peso económico dependiendo de las definiciones. En síntesis: la adquisición de bienes como libros revistas, discos, obras de arte, etc. o servicios como la radio, televisión, conciertos, teatro, música, etc. conforman un especial mercado y un mayor o menor consumo determina un cierto “perfil cultural” del individuo.
Si este mercado se guiara sólo por la oferta y la demanda, se editarían únicamente los libros de autores “vendibles”, se realizarían conciertos u obras de teatro donde las entradas pagaran su costo; empero por “validación” o “creación de identidad” o cuantas razones citen los politólogos, el Estado interviene en este mercado produciendo, promoviendo, ofreciendo un conjunto de estos bienes y servicios y, dependiendo de cada circunstancia, termina afectando y distorsionándolo, en ocasiones de forma definitiva y negativa. Por ejemplo: si asisto a una función de una Orquesta Sinfónica, como se ha decidido que éste es un bien cultural valioso, el costo de entrada representa una fracción de valor real recibiendo así un subsidio directo; por el contrario, si asistiera a un concierto grupero o de rock mi entrada refleja el costo real de organización del evento, porque como “bien cultural menor”, no se considera su promoción como parte de las políticas culturales. En este contexto, poco importa que la interpretación de la Sinfónica sea pobre y poco apegada a la obra interpretada o que el otro concierto sea expresión fiel de la cultura popular.
Ahora, aunque los montos presupuestales de la intervención estatal sean menores en relación al conjunto del mercado cultural, que en los cálculos de Piedras llega casi al 10 por ciento del PIB nacional, el caso de México y otros países sí ha determinado una severa distorsión en la oferta cultural, pues al margen de la demanda las instituciones culturales oficiales producen, apoyan, promueven, ciertos productos y productores que por mérito propio no subsistirían, pero que con este mecanismo distorsionado prosperan y dominan.
Esta “cultura rigurosamente subsidiada”, donde creadores y sus productos prosperan al margen del consumo cultural real, produce un desfase en la concreción de políticas culturales, pues llega a tal punto la identificación de los creadores subsidiados con el concepto, que cualquier intento de racionalidad económica se tilda de “atentado a la cultura”, mientras por otro lado los escasos recursos oficiales se usan en actividades sin impacto real, como es el caso del subsidio oficial del sexenio pasado a obras cinematográficas que nadie vio, pero que creadores y corifeos calificaban como “obras de arte e identidad nacional”. Como ejemplo del “mal de todos” están los acontecimientos de España, donde ante la crisis económica los recursos oficiales a la cultura se han limitado, lo que ha provocado una aún más grave crisis en ciertos creadores cuyo principal modus vivendi era el subsidio oficial. Finalmente y como ejemplo de que la cultura trasciende al fin del subsidio, durante el pinochetismo en Chile todo apoyo cultural fue eliminado, empero literatos, pintores, teatreros y similares sobrevivieron y siguen dando al país un lugar relevante en la escena latinoamericana; tal vez algún libro no se publicó y más de un poeta tuvo que ganarse la vida trabajando, pero nadie encontraría signos de decadencia en la vida cultural chilena, mismos que en México sí vemos.