La historia de Artur Baptista da Silva, un ex convicto portugués que a pocos meses de salir de prisión daba lecciones sobre economía en los principales foros de la televisión lusa como experto sería un caso ejemplar de reinserción social… si no hubiese sido todo una tomadura de pelo. De acuerdo con El País del pasado 20 de enero, Baptista es un hombre de 61 años condenado varias veces por falsificar documentos y cheques. Tras salir de la cárcel de Lisboa en 2011, logró hacerse pasar por un economista de la ONU con la misión de elaborar un informe sobre la salida de la crisis de los países del sur de Europa. Por medio de labia y caradura, un documento sobre economía que bajó de internet y un supuesto doctorado de una universidad que ya no existe (Milton College), Baptista se volvió una celebridad: lo mismo daba conferencia en los locales más exclusivos de Portugal, que era entrevistado a doble página por revistas o dictaba cátedra de economía internacional en los programas más sesudos de televisión. La clave de su éxito: ventriloquia. Decir, con desparpajo algo pedante, lo que la gente piensa y quiere oír: que las medidas de austeridad impuestas por “la troika” (Comisión Europea, BCE, FMI) están estrangulando a Portugal.
El cuento duró hasta Navidad, cuando el impostor fue descubierto y se esfumó. No sin antes enviar una carta a la prensa denunciando el “linchamiento mediático” del que se decía objeto.
Lo ocurrido con este “tertuliano perfecto” da, creo, para mucho: de entrada pone sobre la mesa las políticas que se están imponiendo en Europa como elixir para salir de la crisis y sus resultados, que amenazan con llevarse entre las piernas a la Unión Europea y su modelo de bienestar.
El soporte de esta auténtica fiebre draconiana es el mito económico de la “austeridad expansiva”. Una doctrina que, generalizando los modestos hallazgos de dos economistas de Harvard (Alberto Alesina y Silvia Ardagna), señala que las políticas de recorte del gasto público producen crecimiento económico.
¿Cómo? Por magia. Específicamente por lo que Paul Krugman ha llamado “el hada de la confianza”: de acuerdo con los “austeriacos”, semejante despliegue de rectitud fiscal y ortodoxia económica haría que los mercados financieros, que son al parecer quienes deciden, recobrasen su confianza en los países afectados, que aumentase la inversión, el empleo, etc. No se ha visto todavía a esa hada, pero no importa.
Tampoco importa que documentos del propio Fondo Monetario Internacional (“Expansionary Austerity: New International Evidence”, firmado por Jaime Guajardo, Daniel Leigh y Andrea Pescatori en 2011, disponible en internet) cuestionen el trabajo de Alesina y Ardagna por sesgado, y concluyan que las políticas de austeridad son contraproducentes: no expanden la demanda ni el PIB, los contraen. Ni que Alemania, la principal impulsora de las medidas, haya hecho exactamente lo contrario a lo que ahora exige con dureza cuando se vio en una situación similar, en los años 50. O que la experiencia esté desmintiendo el modelo por doquiera: incluso en Reino Unido, único país que adoptó las políticas de austeridad por iniciativa propia, y que ahora se encuentra en recesión. Por no hablar de la situación de España, tan dolorosa.
Y no importa porque este “abracadabra” de la teoría económica calza a la perfección con la aversión ideológica de algunos líderes a las políticas contracíclicas, y con la fábula infantil –hipócrita y no exenta de racismo- que se ha venido contando, donde las cigarras (portugueses, griegos, españoles) tienen que pagar después de su derroche, sacrificarse para expiar sus pecados. La receta para los juerguistas es amarga, y por ello mismo necesaria y justa: recortar el gasto público, especialmente el social.
Al final, al escuchar a los “austeriacos” -gente realista, que llama a las cosas por su nombre- uno casi se conmueve: no eligieron ser portadores de tan doloroso remedio. Uno casi se cree la seguridad social universal y las escuelas públicas son las culpables de la situación de media Europa, y no, por ejemplo, la desregulación financiera, el capitalismo de casino, o los banqueros (rescatados con dinero público por un Estado cuyo gasto excesivo ahora denuncian, por cierto). Casi, pero no.
El éxito de la doctrina de la austeridad expansiva es, en última instancia, síntoma de algo más: de la buena salud del dogma neoliberal, que arrastra ya 30 años y una pila de desastres. Disfrazado de ciencia, se ha convertido en el saber convencional. Sus fieles repiten, machacones, las consignas de su Vulgata: que si el mercado (al que todo puede equipararse: familia, salud, educación), que si la naturaleza humana (reducida a un egoísta racionalismo), que si la mano invisible (con su curiosa idea de justicia: al millonario, las exenciones y los paraísos fiscales; al trabajador, los desahucios y el desempleo).
Sé que hoy es difícil en México criticar al neoliberalismo. Suena desfasado, quizá hasta pueril. Lo vuelve a uno impopular entre la gente seria. Con todo, es urgente plantear que el actual capitalismo no es ni amoral ni apolítico. Al contrario: tiene una moral y una política. Repugnantes, inaceptables, insostenibles. Como explica el profesor Fernando Escalante, “el éxito de cualquier programa político consiste en naturalizar sus opciones morales, de modo que aparezcan como imperativos técnicos que no es posible cambiar, ni siquiera discutir seriamente”. Ese sentido común es el que hay que romper. ¿O no aprendimos nada tras 2008?