¿Qué pasa cuando Dios me llama a hacer algo que siento que no soy capaz de hacer?
El cardenal Melville, después de haber sido elegido papa, en la película Habemus papam, 2011.
¿Ya se habrán dado cuenta de que estamos a oscuras?
Otro cardenal, en la misma película, cuando se va la luz en el Vaticano.
Al final, el acto más revolucionario de su papado fue la decisión de renunciar; notable considerando que hace 600 años que ningún papa lo hacía, y que de Joseph Ratzinger, el “Rottweiler de Dios” –por su ideología ultraconservadora–, sólo se esperaba un reinado de transición y un apretón de tuercas en la ortodoxia católica.
El pasado lunes nos despertamos con la carta de renuncia voluntaria del papa Benedicto XVI, cosa que ocurrió por última vez en 1294. Comentar un cambio de papa es trabajo duro para cualquier historiador. (Vamos, en muchas casas todavía no cambian el retrato de Wojtyla.) En cosa de 2 mil años, solamente se sabe con absoluta certeza de cuatro que han renunciado… uno de ellos, curiosamente, también llamado Benedicto. En su carta de renuncia, nuestro Benedicto –un hombre sencillo, con sorprendente humildad y más perfil de intelectual–, habla de “un mundo en rápidas transformaciones” y de haber tomado su decisión “después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia”.
Aunque el canon de la iglesia permite su renuncia, en la práctica, a los católicos se les enseña que un papa es como un diamante –para siempre–; que su elección es una decisión que es tomada no por un cónclave, sino por el Espíritu Santo: una especie de elección divina. Eso dice la teoría. Por eso, que el mundo sepa por primera vez de la renuncia de un papa –seguro la última vez, en 1415, nadie se enteró– ha enviado olas de choque urbi et orbi.
“Cualquiera es libre de contradecirme”
En cuanto asumió su papel, al estricto Benedicto XVI se le suavizaron las líneas. El papa alemán que creció, en sus propias palabras, “bajo el monstruo del nazismo”, se mostró un poco más abierto, tolerante y abierto a las corrientes ideológicas de su antecesor, Juan Pablo II. Donde Juan Pablo era inflexible, casi tirano, Benedicto era inteligente o ambiguo. Al papa Ratzinger se le podía ver con Geza Vermes –autoridad en los rollos del Mar Muerto y en la figura histórica de Jesús– comentando un libro; o cenando con el teólogo rebelde Hans Küng –a quien Juan Pablo II quitó el derecho de cátedra por criticarlo. Con Küng aceptó “las genuinas diferencias teológicas” que se requieren para “el fructífero avance del pensamiento”. Traducción: se valía pensar distinto a él.
Falto de carisma, pero no de inteligencia, en 2006 publicó su propio libro sobre Jesús de Nazareth con la advertencia de que era sólo una búsqueda personal: “Cualquiera es libre de contradecirme”, decía en el prólogo. Desde ese momento me cayó bien; supe que estábamos frente a otro estilo de papa. En una iglesia que mide sus cambios en siglos, Ratzinger sorprendió varias veces. Nada espectacular, pero sí se metió, por ejemplo, a orar en una mezquita; reiteró la postura tradicional del Vaticano en cuestión de anticonceptivos, pero abrió una rendijita cuando aceptó que, en determinadas circunstancias, en el uso del condón “podría haber la intención de reducir el riesgo de infección (de VIH), lo que es un primer paso hacia otro camino, un camino más humano, de vivir la sexualidad”. Donde Juan Pablo II era un magnífico actor, casi cirquero, Ratzinger dio muestras de ser más pensador y menos afecto a los aplausos. Habló de cómo la iglesia parece muchas veces “un barco a punto de hundirse”, en una época marcada por los curas pederastas, para algunos la crisis de confianza más grande desde la Reforma.
Todo esto no es lo mismo que decir que Ratzinger fue reformista. Lejos de ello. Desde Paulo VI la iglesia ha tomado un giro hacia el conservadurismo y Ratzinger fue parte de esa tendencia. Creo que se va dejando pendientes tres discusiones urgentes: el celibato sacerdotal, la prohibición a las mujeres de ordenarse y la de usar anticonceptivos. (No hay nada en el Nuevo Testamento –sobre todo en las primeras dos cuestiones– que justifique su existencia.)
Examen de conciencia
La medicina ultramoderna ha logrado lo que ningún pontífice antes de Juan Pablo II tuvo: la posibilidad de una larguísima vejez, con facultades disminuidas. Yo me imagino que Benedicto XVI quiso evitar un desastre mediático a la Iglesia Católica: la imagen de un líder enfermo, desencajado, tembloroso de Parkinson, hablando en un fatigado susurro a las masas hambrientas de reformas; la vista lastimosa de un “papa enfermo que no cede sus poderes, (…) de una iglesia enferma de vejez”, como diría Küng en los últimos años de Juan Pablo II. En una época en que los políticos demandan que se les trate como estrellas de rock –me acordé de algunos diputados locales– y las estrellas de rock demandan que se les trate como políticos, en su interior Ratzinger entiende que a su iglesia le vendrá mejor un líder más joven, energético, que pueda twittear más seguido.
Contra los vaticinios de un reinado ultra-conservador, Ratzinger sí deja un papado distinto: pero la puesta al día más grande es, precisamente, la renuncia, y con ella su demostración de humildad, el reconocimiento de su debilidad, de que no debe haber ninguna tradición eclesial inflexible, por más antigua que ésta sea: tal vez abre las puertas a otro papa más humano, falible, que no se adjudique el destino y las ideas de toda la cristiandad, ni de todos los católicos.
I can’t do this
El papa hizo algo muy importante: después de una profunda reflexión y oración, tomó una decisión personal, confiado en que Dios lo asiste. A nadie consultó ni pidió su parecer; no pensó en que rompería una tradición de siglos (lo que tiene más o menos la idea del celibato sacerdotal), ni consultó con colegio episcopal alguno. Creo que eso debe de traducirse en la misma posibilidad para el resto de los católicos. Así como él lo hizo, tendría que ser posible para una mujer católica, “después de haber examinado ante Dios reiteradamente su conciencia”, tomar anticonceptivos, por ejemplo; o para un sacerdote renunciar en privado al celibato: la misma libertad que tuvo el papa para tomar una decisión que queda entre él y Dios, en la búsqueda de un bien mayor. Quiero pensar que ésa es la dimensión de lo que hizo Benedicto XVI: demostrarnos que es más importante la conciencia que la tradición.
P.S. Según la profecía de Malaquías, el próximo papa será el último. Pero después del ridículo maya, no pienso actualizar mi testamento.