Resulta curioso y notable, a la vez, cómo es que la jerga del mundo editorial rebosa de metáforas (como si en este oficio se hubieran filtrado las propias palabras de tanto trabajar con ellas) y cómo algunas de éstas están ya tan arraigadas por la tradición que es difícil eludir su empleo; y un buen ejemplo de ello es el término de manuscrito.
Un manuscrito sigue siendo el original de un texto ya concluido, tal como es entregado por su autor. Y se entiende así pese a que prácticamente ya no hay escritor alguno que entregue originales escritos, íntegros, a mano; ni editor que se atreva a recibirlos. Eso no significa que los manuscritos no existan y que la práctica de manuscribir haya caído en desuso. Pese al dominio de los procesadores de textos de computadora, no faltan los nostálgicos de la escritura a mano, entre los que me incluyo y, para los que la practicamos, ésta constituye tanto un gusto, una afición, una preferencia, cuando no hasta un fetiche.
Desde que comencé a escribir, hace más o menos 10 años, lo hice a mano. Mi caligrafía, más que fea (lo reconozco) caótica, no me avergonzaba ni impedía llenar cuadernos de pasajes breves, ideas sueltas, argumentos de historias, esbozos de poemas, reflexiones veloces. Había una máquina de escribir en casa, pero ese fragor de quien se sumerge en el golpeteo mecánico del teclado (y para el que también hay nostálgicos) no me seducía tanto como esgrimir la pluma y abandonarme al narcisismo de mi propia caligrafía: sus recovecos, sus variaciones mínimas, su ausencia de patrones definidos o de ritmo. Me maravillaba ser autor de un milagro aleatorio que nadie más que yo podía admirar y entender.
A la fecha conservo la costumbre de llevar un cuaderno de anotaciones (a caballo entre diario y bitácora de ideas, reflexiones y creación), y también la de hacer un borrador a mano de cada texto que hago. A veces es sólo el plan de un texto, a veces ideas, a veces un esquema, menos frecuentemente el borrador íntegro de un texto, pues esto requiere tiempo y paciencia. Sé que carecen de algún valor que no sea para mí mismo, ya que me permiten ver la transformación de una idea, cómo empezó en el papel y cómo acabó en la computadora; pero me permite también rastrear el proceso de mi escritura, incluso mucho tiempo después, es decir, nada menos que narcisismo escritural puro.
Y es que escribir a mano proporciona satisfacción después pero también durante su ejecución. Por lo general, si se trata de un texto de varias cuartillas, prefiero las hojas sueltas (reutilizadas por el otro de sus lados, por razones ecológicas); antes usaba lápiz, pero al darme cuenta de que con el tiempo perdía legibilidad, cambié a la tinta, además, la costumbre por borrar los errores era menos interesante que utilizar bolígrafo y tacharlos (para volver a ellos en el futuro, evitando que se vayan del todo, porque hasta de ellos está hecha la escritura).
Historia aparte es usar los bolígrafos, porque hasta obsesivamente he probado con los tenues matices entre usar distintos puntos de esas plumas que se encuentran en cualquier papelería. Aunque, eso sí, nada se compara con la sofisticación de escribir con estilógrafo (al que me acercó un amigo poeta ya fallecido), ni con el placer dorado de trazar con una pluma fuente (gusto que me contagiara una amiga de la universidad alguna vez).
No gratuitamente me fascinó, en su momento, conocer la filia de un escritor que me interesa muchísimo, Salvador Elizondo, por la escritura a mano. Un obsesivo peor que yo, que escribió desde pequeño, guardó con devoción cada cuaderno durante años y no dejó de escribir incluso unos días antes de su muerte. Razón por la que Paulina Lavista, su viuda, considere que el propio Elizondo veía en sus diarios la parte más importante de su obra; idea hechizante: no lo público sino lo privado, obra no para los demás sino para uno mismo.
Si bien no conozco de esos diarios más que lo que llegó a publicarse en Letras Libres, he visto en fotografías los trazos del propio Elizondo, y debo admitir que su caligrafía tiene algo precisión deliberada, ejecución altamente estilizada, y trazo único que resulta inquietante; como si su autor se hubiera propuesto hacer de su caligrafía parte de su obra, y de su personalidad. Así como algunos escritores son recordados como oradores o como dandys, me da la impresión de que Elizondo esperaba trascender como calígrafo.
Un último caso digno de documentarse, el del escritor argentino César Aira, quien en una entrevista mencionó una vez: “A veces he pensado si lo mío no se parece más al dibujo que a la escritura, en el sentido de que soy muy fetichista de lapiceras, tintas, papeles buenos, cuadernos muy exquisitos, y escribo tan despacito y pensándolo tanto. Todo lo mío tiene un componente visual muy grande. Siempre estoy pensando que se vea bien lo que estoy escribiendo, que al final de cuentas me parece que estoy haciendo un dibujo cada día”.
Me queda claro que escribir a mano es un goce estético que puede parecer neciamente anacrónico, o francamente inútil; incluso en esta época que tanto exige prontitud e inmediatez, escribir a mano puede parece un acto a contracorriente. Y acaso ahí radique la importancia de su vindicación.
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