¿Escucharon? Fue la pregunta base del comunicado que fiel a su estilo metafórico el subcomandante Marcos emitió después de la marcha silenciosa que se llevó a cabo por indígenas el pasado 21 de diciembre del 2012. La pregunta es lanzada no sólo al gobierno, no sólo a los propios indígenas, sino en general hacia todo el país y me parece que abarca más allá de lo que el grupo rebelde quiere o pretende, se resume en cuál es el destino de los pueblos nativos que aún pueblan en cerca de 6.7 millones este hermoso y pluricultural país, cuyas lenguas son principalmente, según el INEGI, el náhuatl, maya y lenguas mixtecas y que, en esa enorme riqueza cultural, precisamente no son iguales.
La respuesta es compleja y nada sencilla, tiene diversos matices. Es muy común conceptualizar al indígena folclórico que sirve como motor de atracción turística. Es el caso de la mayoría del cine mexicano que sigue alimentando el mito del indígena sumiso y tonto que nació con Tizoc (Ismael Rodríguez, 1956) de la cual dice Carlos Monsiváis “en el tiempo de su estreno, casi nadie se burla de su perfil paródico, el más relevante o, seré más preciso, lo más inolvidable del film” (Pedro Infante, Las leyes del querer).
Bajo este mismo tenor, se conceptualiza al indígena como el eterno rebelde, al que los europeos les encanta venir a apoyar ya sea a través de ONG’s o mediante el llamado turismo revolucionario (nada mejor que ser rebelde con euros en los bolsillos), este cliché se alimenta con cintas de corte contestatario que tienden a reivindicar a los indígenas que lucharon en contra de la dominación española, como Erendida akikali (2006, Juan Mora Catlett).
El mito del nativo espiritual es otra de esas conceptualizaciones cinematográficas que siguiendo la línea de Las enseñanzas de Don Juan y toda la parafernalia de Carlos Castaneda, ensalzan todo lo indígena que tenga que ver con la onda chamánica, que nos ha valido la creación del oficio de disfrazarse de combinaciones raras de estilos indígenas (indigenismo posmoderno) prender incienso y danzar lo mismo en plazas públicas que en sitios arqueológicos, hacer limpias y cualquier otra cosa que al turista le guste. En este tenor se enmarcan la excelente Cabeza de Vaca (Nicolás Echevarría, 1990) o la desconocida Retorno a Aztlán (Juan Mora Catlett, 1990).
Al inicio de la conquista, el área de Yucatán-Quintana Roo fue la puerta por donde comenzó el mestizaje con aquella romántica historia de Gonzalo Guerrero. Si uno acude actualmente ahí, en su vocación enormemente turística, parece que nuestro contacto con el mundo, la puerta de acceso es nuevamente esta región. Con sus cientos de hoteles extranjeros que emplean con salarios miserables a mayas (uno de ellos contaba que apenas ganaba 60 pesos por ocho horas de trabajo y cuatro horas necesarias para trasladarse de su casa al hotel) las zonas arqueológicas llenas de indígenas que alimentan ese mito del regateo como una forma de vida. La nueva conquista que se avecina en forma de gigantesco centro comercial especializado en mercancías asiáticas.
Sin embargo, es interesante encontrar otro tipo de oriundos que sale de los estereotipos reseñados. Cerca del pueblo mágico de Izamal (famoso por su enorme atrio construido sobre una pirámide) hay una comunidad llamada Kimbilá, con apenas unos 3 mil habitantes, se distingue por su vocación de confección de ropa yucateca, sobre todo guayaberas e hipiles. Durante algunos días que estuve ahí, tuve oportunidad de convivir y entablar amistad con personas de apellidos May, Itza o Canché, todos con dos características en común: son mayas y cuentan con una gran capacidad profesional. Un abogado, un ingeniero bioquímico, un chef profesional, diseñador de exteriores, entre otros. Uno de ellos, apoyado por Conacyt, cursa un post-doctorado en biología molecular en la Universidad Cornell de Nueva York. A pesar de ser maya parlantes y estar en un pueblo donde puede verse en la mayoría de sus pobladores (sobre todo las mujeres) la vestimenta tradicional, ellos enfrentan una forma diferente de ser indígenas, están orgullosos de su ascendencia, pero viven su presente influenciados por el mundo occidental. ¿Pérdida de su condición indígena o evolución? Un debate complejo.
Tenemos que partir de una premisa fundamental: ciertamente este país aún le debe mucho a los pueblos que, como reza el artículo 2 constitucional, “descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas”. Sin embargo, dada precisamente esta pluriculturalidad y en especial por las nuevas formas de entenderse ellos mismos, la respuesta jurídica que dé solución a todos es difícil y aún está en camino.