Felipe Calderón no es santo de mi devoción. A pesar de que tuvo varios aciertos durante su sexenio (que haya logrado una estabilidad económica, cuando muchos países sucumbieron, me parece un logro nada menor), es indudable que el tiempo que estuvo al frente de nuestro país será recordado por su necia lucha -o guerra- contra el narcotráfico. El número de personas muertas es escalofriante: más de 60 mil.
Al presidente se le hizo ver con peras y manzanas que era un testarudo y que debía encontrar otro tipo de estrategia para luchar contra el crimen. Jamás hizo caso. Hasta sus últimos días como Presidente de la República mantuvo su posición y, supongo, la mantendrá siempre. Es un hombre terquísimo. Su personalidad, desgraciadamente, la pagamos todos.
La integridad moral de Calderón puede verse en dos direcciones: todas las decisiones, manteniendo el tema que hasta ahora hemos comentado, tomadas por él, perseguían el bienestar del país. No actuó de mala fe. Eso por un lado, por el otro: cuando sus indicaciones se tradujeron en balaceras a lo largo de México, como ya comentamos, no se retiró en su cruzada. ¿Con qué detalle nos quedamos? La respuesta, por la tragedia que desencadenó, reitero, es con la segunda.
Con todo, evidentemente, Calderón no es un criminal. Sin embargo, si procede que la corte de La Haya lo juzgue, será un gran acierto: no, claro está, por haber matado a un montón de gente, sino por tener un alto grado responsabilidad -acaso el que más- de la muerte de esas personas. En función de lo que se pudiera determinar, podríamos hablar de que Calderón es tal o cual. Antes, no.
Esa imagen que tenemos de Calderón nos nubla sus cualidades. Una de ellas: es un tipo muy inteligente. Quien sea que lo haya escuchado en entrevistas, puede dar cuenta de ello. Recordémoslo cuando visitó el plató de Tercer Grado. Ahí lo bombadearon con preguntas filosas. Su discurso, cuando contestaba, fue siempre impoluto. Esta virtud, desafortunadamente para él, palidece cuando se ven sus defectos como Presidente. Esa inteligencia estaría muy bien colocada en otro puesto. Profesor, por ejemplo.
Desde que se anunció que Felipe Calderón, terminando la presidencia, iba a formar parte de las filas académicas de la Universidad de Harvard, las críticas comenzaron a lloverle. Este asunto me había pasado completamente inadvertido. Pensaba, como Cochiloco, que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Entonces salió el hijo de José Vasconcelos -creo que así se le recordará-, palabras más palabras menos, diciendo: “si Calderón llega a Harvard, yo devuelvo mi título”. ¿Qué clase de protesta es ésa? Y al llamarle “protesta” lo estoy sobrevalorando. Su acto tiene un nombre: infantilismo.
La universidad norteamericana, sin duda, es una de las mejores instituciones académicas del mundo. Por ahí han desfilado cientos de personas absolutamente brillantes. Supongo, también, que han desfilado muchísimos tarados. En cualquier caso, uno esperaría más nivel de un egresado de Harvard. Si el señor Vasconcelos devuelve el título, esto no va a tener ni una sola consecuencia para él: su vida, además de que su apellido es imborrable, ya está hecha. No va a faltar el indignadiux que piense que lo que va a hacer Héctor Vasconcelos es un acto simbólico al cual muchos tendrían que adherirse. Nonesense. George W. Bush, igualmente, es egresado de la Harvard Business School. El ex presidente de Estados Unidos es responsable de la muerte de muchas personas, no sólo en su país, sino del resto del mundo. ¿De qué serviría que un político estadounidense devolviera su título de Harvard? De nada. Para protestar, incluso, hace falta inteligencia: demostrarla en la calle o en el escritorio. Marchar o escribir.
Vasconcelos, en la carta que dirige al decano de la Harvard University’s John F. Kennedy School of Government, David T. Ellwood, dentro de sus razones por las cuales Calderón no puede estar en Harvard, llega a decir lo siguiente: “En otro orden de cosas, durante mucho tiempo, la capacidad para manejar la lengua inglesa con al menos corrección, fue un requisito para estar en Harvard. Como usted apreciará en sus encuentros con él, el inglés del señor Calderón provoca pena ajena”. Si bien el inglés de Calderón no es shakespereano, tampoco es “juay de rito”. Vasconcelos debería regresar su título pero por otra razón: no sabe argumentar.
Felipe Calderón debe ser juzgado por su parte de responsabilidad. Eso es una cosa. Felipe Calderón, perfectamente, puede desempeñarse como académico en Harvard. Eso es otra cosa. Entre Cochiloco y Vasconcelos, prefiero al primero.