Argo: la ficción como historia y la historia como ficción / Extravíos - LJA Aguascalientes
15/11/2024

Por Claudio H. Vargas

 

El truco es que tienes que creer en la mentira y

creer tanto que la mentira se convierta en la verdad.

Antonio J. Mendez#

 

Visto a distancia, 1979 fue, en términos de la política y economía internacional, un año tan trascendente como lo fue el, sin duda, más glamoroso e icónico año de 1989. En 1979, en efecto, se inauguran o maduran no pocas de las tendencias o movimientos políticos que habrían de redefinir en buena medida el curso del mundo en las siguientes décadas y que, de hecho, aún están presentes entre nosotros no como lejanos ecos sino como un persistente sofión que se resiste a abandonar el escenario. En 1979, por ejemplo, tiene lugar el fin del consenso en torno al Estado de Bienestar sobre el que, al menos desde la década de los 30, se reguló la vida económica y política en la mayoría de los países desarrollados y en desarrollo, para dar paso a un consenso de corte conservador que llevó a Margaret Tatcher al número 10 de Downing Street y posteriormente, en 1981, a Ronald Reagan a la Casa Blanca. Apenas si es necesario recordar que la crisis financiera y económica que actualmente está en curso es, en su sentido más profundo, una crisis de ese consenso conservador.

En 1979 también se dieron las primeras señales claras del inicio del declive de la Unión Soviética, inicio que, paradójicamente, se anunció con una demostración de fuerza: la invasión militar a Afganistán. Los soviéticos no sólo perdieron esta guerra -que concluyó formalmente hasta 1989 con los Acuerdos de Ginebra- sino que, además, debido a su oneroso costo económico, esta aventura bélica se convirtió en una de las principales causas que precipitaron la quiebra económica del país y la posterior disolución de la misma Unión Soviética en 1992, con todos los efectos colaterales que ello supuso como el fin de la Guerra Fría y la reconfiguración del mapa político-administrativo de Europa Central.

Pero 1979 fue también el año en que adquieren una inusitada presencia en el escenario político internacional los movimientos islámicos que pretenden instalar regímenes políticos teocráticos en países de Medio Oriente y Asia Central, presencia que, por cierto, no ha disminuido hasta ahora. Desde luego que la expresión más acabada de este renacimiento fue el triunfo de la revolución en Irán que, tras derrocar al por demás cruel y frívolo Sah Mohammad Reza Pahlevi, fundó la República Islámica de Irán, una república explícitamente teocrática que deriva su legislación religiosa y civil de la Sharia o ley islámica.


Como toda revolución, la iraní conoció momentos de ira y arrebatos que, más allá de su posible explicación, añadieron conflictos y drama a una situación ya de por sí explosiva. Y es ahí, al calor de los acontecimientos de esta revolución, donde se origina la historia que Ben Affleck narra en Argo (2012).

 

I.

El 22 de octubre de 1979, Mohammad Reza Pahlevi, para entonces ya en el exilio -que incluyó, hay que recordarlo, una breve estancia en Cuernavaca- decide ir a Nueva York para recibir tratamiento contra el cáncer. Si bien el entonces presidente norteamericano James Carter no manifestó ningún entusiasmo por la visita y alegando consideraciones humanitarias, optó por aceptarlo esperando que la estancia de Reza Pahlevi fuese corta y evitando cualquier contacto personal u oficial que pudiese enturbiar aún más las relaciones con el nuevo gobierno de Irán. Sin embargo, la salud de Reza Pahlevi no mejoraba y su estancia se alargó más de lo previsto, provocando exactamente lo que Carter tanto temía. Los iraníes, en efecto, exigieron la entrega inmediata del ex-dictador para que fuese juzgado por los tribunales iraníes por sus innumerables crímenes y su consuetudinaria corrupción. No se necesitaba ser un experto en la legislación iraní o de la Sharia para deducir que ello no podía significar otra cosa que la ejecución pública de Reza Pahlevi.

El gobierno de Irán, por supuesto, no recibió ninguna respuesta oficial del gobierno norteamericano –aunque por su parte el Reza Pahlevi relata en sus memorias que recibió una invitación del gobierno norteamericano para que abandonara lo más pronto posible el país- así, que algunos iraníes impacientes decidieron presionar por otras vías. El 4 de noviembre de 1979, una multitud iracunda de entre 300 y 500 jóvenes iraníes pertenecientes a un grupo llamado Discípulos del Imán, portando retratos del Ayatolá Jomeini y gritando “Allahu akbar” (Dios es grande) y “Marg bar Amrika” (Muera América), demandaban en las puertas de la embajada norteamericana en Teherán la entrega de Reza Pahlevi hasta que, ya con los ánimos exaltados, decidieron ingresar por su cuenta a la embajada y tomar como rehenes a 66 funcionarios.

Al parecer no se trataba de un asalto deliberado u oficial ni parecían estar involucrados agentes del gobierno. El mismo Ayatolá Jomeini parecía ignorar las intenciones de los jóvenes lo que, sin embargo, no le impidió darles su inmediata bendición y tomar pronto el control de la situación. Con ello inició la Crisis de los rehenes, que se alargó por 444 días hasta que el 20 de enero de 1981, justo en el momento en que Reagan asumía la presidencia, 52 funcionarios norteamericanos fueron liberados (los restantes 14 fueron liberados antes) y llevados a Argelia para trasladarse de inmediato a la República Federal Alemana donde fueron recibidos por el ex-presidente Carter. Esta liberación llegó después de que en estos 444 días se diese un estrepitoso fracaso por rescatarlos (la operación Eagle Claw), de que varios intentos diplomáticos fallaran del todo, de que varias iniciativas de mediación igualmente se mostrasen infructuosas (entre ellas una de Cassius Clay o, para los musulmanes, Muhammad Alí), de que Irán se involucrara en una estúpida y cruenta guerra contra Irak, de que Carter perdiese las elecciones ante Reagan, de que, con la mediación del gobierno de Algeria, se llegara finalmente a un entendimiento entre los cuerpos diplomáticos de ambos países y, last but not least, de que el cáncer venciera a Reza Pahlevi.

 

II.

Pero eso sólo es una parte de la historia. En medio del frenesí de la toma de la embajada, seis funcionarios lograron salir sin ser percibidos por los iraníes iracundos y se refugiaron temporalmente, primero, en la casa de alguno de ellos, luego en las embajadas de Suiza e Italia, para lograr, finalmente, establecerse de manera más segura en la residencia privada del embajador canadiense Kenneth Taylor (que recibió a dos de los funcionarios americanos) y en la residencia privada de un funcionario de migración de la misma embajada, John Sheardown (quien recibió a los otros cuatro funcionarios americanos). A partir de ahí los dos desafíos eran, en principio, evitar que las autoridades iraníes, en particular las de seguridad, advirtieran dónde se encontraban y, en seguida, procurar su pronto retorno a Estados Unidos. Se trataba, además de realizar una fuga (o exfiltration, en la jerga de la CIA) de modo tal que no empeoraran más las condiciones de los rehenes, que no se entorpeciera el curso de las negociaciones entre los gobiernos y que no se pusiese en riesgo la seguridad de los canadienses. Todos los involucrados estaban al tanto de que no sería fácil encontrar una salida a un laberinto tan espinoso y enmarañado.

Ciertamente no se trataba de un desafío que estuviese fuera del alcance de una organización que, como la CIA, contaba ya entre sus “proezas” la organización, junto con los servicios secretos ingleses, del coup d’état en 1953 contra el gobierno democrático, parlamentario y secular de Mohammad Mosaddegh que llevó al poder al monarca Reza Pahlevi, así como el posterior diseño y entrenamiento de la siniestra policía secreta, la SAVAK, de tan siniestra monarquía absolutista. Y sólo para sólo mencionar algunas otras “hazañas” más, la CIA ya para esos años había acumulado una sólida experiencia en asesorar, financiar e inducir el ciclo de coup d’état que a lo largo de la década de los 70 ensombrecieron la vida de millones de personas en Chile, Argentina y Uruguay.

Así que organizar la fuga de los seis diplomáticos si bien no parecía una tarea desmesurada o imposible, sí era urgente (el riesgo de ser descubiertos era directamente proporcional al tiempo que los funcionarios pasaran escondidos) y demandaba la puesta en juego, más que de recursos militares o armas, de recursos de inteligencia, es decir de audacia imaginativa y alta eficacia operativa: a la capacidad para simular, engañar, camuflar habría que agregar el cuidado extremo de los detalles de la operación. O, para decirlo en clave televisiva más Misión Imposible que Los Comandos de Garrison.

La tarea se encomendó a Antonio J. Mendez, “Tony” para sus colegas. Mendez, entonces de 39 años, era una buena opción: tenía ya más de 14 años trabajando en operaciones clandestinas en diversas partes del mundo encubriendo a agentes y oficiales y ayudando a salir de sus países a disidentes o desertores de los regímenes comunistas de Europa Central. Para Mendez rescatar a los seis funcionarios tenía además un valor especial ya que era su primera tarea como Jefe de la Authentication Brench de la Office of Technical Services de la CIA, cargo al que había sido promovido el 11 de diciembre de 1979, apenas un mes después de los eventos de la embajada en Teherán.

Mendez imaginó una salida cuyas posibilidades de éxito descansaban en su inverosimilitud: él y algunos pocos de sus colegas ingresarían a Teherán con pasaporte canadiense como productores y realizadores de un proyecto cinematográfico en búsqueda de locaciones para una película de ciencia ficción llamada Argo. Su estancia duraría de dos o tres días en los cuales los alcanzarían seis integrantes, también canadienses, del equipo técnico de la producción, el guionista, el director de arte, el fotógrafo, etc. Ya en Teherán se pondrían en contacto con los seis funcionarios refugiados quienes se harían pasar por los integrantes del equipo técnico del proyecto y, una vez “concluido” su trabajo y en posesión de legítimos pasaportes canadienses, saldrían sanos y salvos de Irán en un vuelo comercial suizo.

La idea parecía absurda, pero era “la mejor de las peores ideas” que tenían y exigía, como dice Mendez, hacer que una mentira se convierta en verdad, en hacer de la ficción una parte de la historia real. Y qué mejor aliado para este simulacro que Hollywood con quien se tenía una larga y fructífera relación. Como anota Mendez, “Las relaciones de la CIA con Hollywood siempre han sido muy provechosas para ambos. Ellos aprenden de nosotros y nosotros aprendemos de ellos. Por eso la CIA y Hollywood siguen siendo íntimos aún hoy en día. En aquellos tiempos nos ayudaban con todo tipo de cosas, empezando por el tema de los maquillajes y demás así que no fue difícil lograr que colaboraran en la idea”.#

Poner en marcha el proyecto y darle la verosimilitud necesaria supuso, entre otras cosas, crear una compañía productora (Studio Six Production), contar con un guión (Argo basado en una novela de Roger Zelazny, Lord of Lights, novela de ciencia ficción que tuvo cierto éxito de ventas), arrancar una campaña de promoción (la exclusiva la compartieron las revista especializadas en la industria del cine Variety y Hollywood Reporter,), la realización de castings, y, sobre todas las cosas, mantener las apariencias de que Studio Six Productions era una empresa seria que trabajaba las 24 horas del día.#


Ya con la empresa en marcha, el equipo de Mendez se dirigió a Teherán. No tiene sentido aquí desmenuzar los detalles de la misión, en parte porque el propio Mendez se ha encargado de hacerlo en su ensayo “A Classic Case of Deception”. CIA Goes Hollywood (publicado en la revista de la CIA, Studies in Intelligence, en su edición del invierno de 1999-2000) y, más recientemente, en su libro Argo. How the CIA and Hollywood Pulled off the Most Audacious Rescue in History (Viking, 2012)#, y en parte porque

una buena dosis del interés que tiene el tratamiento fílmico que logra dar Affleck a su película no deriva tanto de la fidelidad o apego a los hechos con que está narrada la fuga de los funcionarios sino de la forma en que muestra cómo, en principio, la ficción, la farsa (la operación diseñada por la CIA) simula ser la realidad, la historia y, luego como la ficción (la película de Affleck) se apodera de nueva cuenta de la historia para narrarla ahora bajo los imperativos propios de la industria del entretenimiento. En este sentido Argo, la película de Affleck, es una de las últimas versiones disponible de esa añeja y nunca del todo bien habida relación que desde sus inicios el cine estableció con la historia y, en particular, con la historia del poder.

 

III.

Argo, entonces, no es un documental, ni aspira a ser una recreación exacta o didáctica de los hechos ocurridos en Teherán. De hecho fue tal la variedad de licencias dramáticas que Chris Terrio, el guionista y Ben Affleck se permitieron que dos de los protagonistas reales de la historia no dejaron de señalar su asombro. Mark Lijek, por ejemplo, uno de los seis americanos en fuga, simple y sencillamente declaró “Yo fui rescatado de Irán. Y no fue como en la película”. Por su parte Kenneth Taylor, personaje central en la trama real, hubiese preferido una visión más equilibrada de la intervención canadiense y, después de ver el film, declaró que “En realidad, Canadá fue responsable de los seis [americanos] y la CIA fue un compañero subalterno. Pero comprendo que ésta es una película y tiene que mantener a la audiencia en la orilla de sus asientos.” #,

Como quiera que sea, Taylor está en lo correcto: Argo es una ficción que toma hechos reales para narrar una historia que busca, ante todo, “mantener a la audiencia en la orilla de sus asientos”. Y para ello Affleck hace un uso sabio de los algunos de los recursos narrativas usuales en aquello que Robert A. Rosenstone identificó hace ya algunos años como la tendencia prevaleciente con la que el cine ha construido su forma de contar la Historia#, e sto es haciendo de la historia una experiencia ante todo personal, cargada de emotividad y dramatizando, hasta donde la verisimilitud lo permita, cualquier acción, gesto, sentimiento, duda o decisión que ponga en tensión la historia misma o que inquiete de alguna manera a cualquier de los personajes, en especial a los protagonistas centrales.

Y si algo consigue Argo es justamente eso, mantener a la audiencia, si no en la orilla de los asientos, permanentemente alerta a lo que está sucediendo en la pantalla. Con Argo, Affleck confirma lo que ya en sus anteriores películas, Adiós, pequeña, adiós (2007) y Ciudad de ladrones (2010), se anunciaba: el que es un muy buen director. Affleck da muestra aquí de un gran vigor narrativo –el ritmo de la película siempre es el justo: no hay ni frenesíes ni letargos-, de un manejo preciso de las reglas del suspenso –el saber de antemano el final de la travesía no disminuye nunca interés en saber cómo es que se llegó a ese final- y de la dosificación del humor –casi siempre a cargo de los extraordinarios Alan Arkin y John Goodman-, de una perspicaz dirección de actores –empezando por el tono discreto que da a su propia interpretación de Tony Mendez- y, en fin, de saber aprovechar a un más que solvente equipo de colaboradores como Chris Terrio en el guión, Rodrigo Prieto en la fotografía y Alexandre Desplat en la música.

Así como Mendez logró que la ficción se convirtiese en una emotiva historia, Affleck logró que la historia se convirtiese de nuevo en una emocionante ficción.

 

-30 de noviembre de 2012


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