El porvenir sólo puede anticiparse bajo la forma del peligro absoluto
Jacques Derrida
En el año 356, Eróstrato quemó el templo de Artemisa para asegurarse la fama póstuma; tiempo después, durante el último cuarto del siglo XV, Jorge Manrique enumeraba en sus Coplas a la muerte de su padre, además de la vida terrena y la vida eterna, la perenne vida de la fama en la tierra; luego, hacia el siglo XIX, Gautier escribía: “Todo pasa. Tan sólo el arte fuerte/posee la eternidad.”; y luego ya entrado el siglo XX, Joyce se jactaba de haber escrito su Ulysses para mantener a los críticos durante 300 años. Pero hoy más que nunca todo eso ha dejado de tener sentido. La obra, como pase directo a la posteridad, ha dejado de tener autoridad a la sombra de un incierto fin del mundo próximo, inexorable.
Lo vio Octavio Paz desde Los hijos del limo con la bomba atómica. El poeta, que había visto la paranoia por la guerra fría (y viceversa), escribe: “Si la bomba no ha destruido al mundo, ha destruido la idea del mundo. La modernidad está herida de muerte: el sol del progreso desaparece en el horizonte y todavía no vislumbramos la nueva estrella intelectual que ha de guiar a los hombres. No sabemos siquiera si vivimos un crepúsculo o un alba.”, y también prefiguró los otros peligros del progreso y la globalización depredadora: “Son tantas las formas en que se manifiesta el descrédito del futuro, que cualquier enumeración resulta incompleta: unos prevén el agotamiento de los recursos naturales, otros la contaminación del globo terrestre, otros la multiplicación de las hambrunas, otros la petrificación histórica por la instauración universal de ideocracias totalitarias, otros la llamarada atómica.” Aunque, de hecho, no importa cuál de todos éstos en realidad, ha bastado la elección arbitraria y obsesiva de uno de los probables Apocalipsis, el calentamiento global, para que contemplemos la destrucción de la idea de futuro. Si el cambio climático no ha destruido al mundo, ha destruido la idea de mundo.
Nuevamente Los hijos del limo: “Dentro de la perspectiva del cristianismo medieval, el futuro era mortal: el Juicio Final sería, simultáneamente, el día de su abolición y el del advenimiento de un presente eterno. La operación crítica de la modernidad invirtió los términos: la única eternidad que conoció el hombre fue la del futuro.” No obstante: “En los últimos años ha habido un cambio brusco: los hombres empiezan a ver con terror el porvenir y lo que apenas ayer parecían las maravillas del progreso hoy son sus desastres. El futuro ya no es el depositario de la perfección, sino del horror”, lo cual puede, tal vez, describirse como la operación crítica correspondiente a la posmodernidad: ni siquiera alternancia sino caos, destrucción del presente y del futuro, e incertidumbre consecuente y producto de ese caos incomprensible, o mejor dicho inconcebible, intolerable.
Ese horror es sólo una interpretación, una versión: la de la humanidad naturalmente antropocéntrica. No hay mayor horror en la idea de la destrucción del ser humano salvo porque eso nos incluye a todos, aunque tal vez la ausencia del ser humano en la tierra sea un hecho apenas relevante. Paz también hablaba de la urgencia por “asegurar la supervivencia de la especie humana”, pero ¿por qué?, ¿de verdad es necesaria?
Qué puede preocuparnos, si la naturaleza, eternamente paciente y amoral, reinicia el ciclo aquí o en alguna otra parte que devendrá de nuevo en Jesucristo, en Shakespeare, en Gutemberg, en Gandhi, en la idea de democracia o libertad (y también en la Inquisición, la xenofobia, el chauvinismo, Hitler o Stalin); y eventualmente en un nuevo miedo al fin del mundo, en una nueva destrucción de la idea de futuro.
Por supuesto que ese miedo es natural y perfectamente comprensible, ya que sin futuro no hay posteridad, ni legado cultural del qué maravillarse, ni conceptos abstractos qué debatir, ni ideas qué plantear; en ese futuro sin futuro la poesía no conmueve a nadie en un mundo en el que nadie existirá ya, e incluso estas mismas palabras no pueden ser descifradas, ni existirá el concepto de descifrar. Sin una inteligencia que signifique su entorno todo lo que contiene el Louvre no será, dentro de miles de años, ni basura espacial en un astro muerto, no será nada y lo será a la vez; paradoja suprema por abrumadora, que escapa a todo lo que podemos comprender y a lo que las palabras puedan concebir porque se trata de lo inconcebible: la existencia del mundo sin el ser humano, una existencia que continuará sin ser admirada, contemplada, estudiada; la belleza del paso del tiempo sin belleza alguna, paso del tiempo por sí mismo, el universo tan inerte y tan dinámico como siempre, tal como surgió, ajeno a nuestra intervención y sin reparar siquiera en nuestra desaparición.
Y sin idea de futuro la literatura, la expresión artística en general, corre más riesgo que nunca de banalizarse, de abandonarse a la inmediatez a sabiendas que en 100 años probablemente ya no haya lectores. Lo cual no puede ser permitido. Aunque la literatura ya no ofrezca inmortalidad y nosotros no tengamos salvación alguna, hoy más que nunca, pese a la extinción lenta pero segura (o la idea de nuestra extinción atormentándonos), se debe escribir como si el futuro fuera posible, y así siga siendo arte.
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