Es un espacio íntimo y de uso diario y, como tal, los mexicanos realizan ahí diversas actividades. Se asean, embellecen, se visten, desvisten, tienen relaciones sociales, sexuales, hablan o discuten con el semejante próximo y distante, el de al lado, el de atrás, el físicamente ausente, hacen soliloquios dignos de Shakespeare que recorren diversos grados de esquizofrenia, desde Romeo hasta Hamlet, se alimentan, beben, hacen planes, terminan tareas, reportes o informes, educan y reprenden, castigan y premian, cantan, bailan, avanzan y se estancan. Es un espacio de recreación, de necesidades y de intercambio comercial, cultural, colectivo, individual, social. Es uno de los escenarios de interacción social diaria más importantes, casi tan importante como la casa o el trabajo, es el nexo entre los dos, de hecho. Es un escenario de coincidencias o desavenencias y ambas opciones pueden ser igualmente fatales.
¿Es un espacio público?, no, ¿es un espacio privado?, tampoco. Es un no-espacio, un lugar para no estar, de tránsito, de transición. Es de propiedad privada, lo cual le confiere límites claros, prohibitivos, y le da al dueño una sensación de propiedad, más intensa y firme que el documento legal que lo respalda, y de intimidad. Y también está casi siempre a la vista, en público, expuesto, abierto, sujeto a las envidas veleidosas del vecino, a las inclemencias del tiempo, a las tentaciones de la transgresión y la ruptura. Su propiedad es privada, su lugar en el mundo, no. Hay otros espacios de similar condición, pero casi todos son inmuebles: cines, aeropuertos, centros comerciales.
En efecto, adivino bien estimado lector, los mexicanos hacen varias cosas en un auto, quizá demasiadas. Si van con niños, parece que el auto es el espacio ideal para bien educar al imberbe, para revisar la tarea, para enmendar la plana, para hacer de juez y jurado entre disputas fraternales y dictar sentencias condenatorias o absolutorias que también se cumplirán en ese breve espacio y hasta donde el tiempo del trayecto alcance. Si se viaja con la pareja, es el lugar óptimo para retomar el pleito de unas horas o días atrás y echar un segundo round con revisión incluida de defectos congénitos del carácter y recordatorio y repaso del catálogo de errores del pasado. Si se viaja con un prospecto de conquista amorosa, es el sitio perfecto para la seducción que empieza con descuidos fingidos, roces, manos, piernas, y que termina, o quiere terminar, en la periferia de la ciudad, justo al margen de la luz, con la penumbra precisa que cobija sin ocultar los pormenores, para el desenlace amoroso, el faje, el sexo. Si va con un amigo o amiga o varios, la ocasión es idónea para armar una pequeña fiesta móvil, una réplica a escala de cualquier antro: música a todo volumen, humo, vino, botanas, risotadas, puede ser una prefiesta –Vorspiel, en alemán– o una fiesta en sí. Si el mexicano va solo, entonces los actos se multiplican y tienen el común denominador de que no los realizaría frente a otros, ¿por qué los lleva a cabo?, porque, justamente, cree que está solo, cree que está en un espacio íntimo y privado, protegido de las miradas de los demás, vestido de anonimato, entonces obvia el hecho de que está a la vista de todos, para el mexicano pues los cristales del auto no son diáfanos, son como paredes densas, impenetrables y opacas, como las de su recámara o baño, especialmente las de éste último: discute y manotea acaloradamente con alguien al teléfono o con el locutor del radio, o masculla palabras con gestos y ademanes propios de una conspiración maquiavélica –seguro, repasa mentalmente algún problema del trabajo, una pelea imaginaria o la lista del súper–, o lleva a cabo ese proceso alquímico, hechicero e insondable del maquillaje o la remoción dolorosa y meticulosa de ese bigotillo que les ha dado fama mundial, si es una mexicana, o trabaja con ímpetu minero, si es un mexicano, luchando a dedo limpio contra un enemigo íntimo y mortal: el moco. Si usted desea adoptar un mexicano, tome en cuenta lo dicho y siga los siguientes pasos.
Primer paso: como se dijo, los mexicanos en general tienen especial afición a hacer monólogos elaborados cuando manejan, cuando están en el baño o cuando están frente a un espejo, no hay nada malo en ello, de verdad, está bien, pero hay que poner límites: enséñele a su mexicano que si le da demasiada cuerda al papalote mental, puede terminar vagando a la deriva y sin boleto de regreso o achicharrado y que también puede hacer monólogos, de vez en cuando y para ver qué pasa, en frente de una persona, quién sabe, quizá la cosa termine en diálogo.
Segundo paso: como se vio, las mexicanas tienen el gusto, o la maña, por la metamorfosis al volante, lo que equivale a que una crisálida se aviente al vacío y en el trayecto haga eclosión para extender sus bellas alas y por fin levantar el vuelo. No es seguro, es imperativo que conmine a su mexicana, si es el caso, a realizar tales menesteres en otro espacio, en uno inmóvil de preferencia.
Tercer paso: como se expuso, mientras conducen un auto, los mexicanos –más los hombres que las mujeres– son muy dados a usar el dedo índice como instrumento de extracción altamente eficaz para liberar las fosas nasales de pequeños intrusos amorfos (¿átomos, partículas, ondas, bolitas?, ¿sexto estado de la materia?), tratar de que su mexicano desista de tales acciones será vano, mejor enséñele algunas tácticas de simulación, fingir comezón o que se estaba batallando con algún pensamiento harto complicado ya están muy desgastadas, mejor idear otras maniobras.
Preguntas frecuentes: ¿el mexicano es privado? Sí. ¿El mexicano es público? Sí. ¿El mexicano es social? Sí.