Cuentas pulcras / Desde Aguascalientes - LJA Aguascalientes
23/04/2025

Las normas, para que realmente sirvan al propósito de construir sociedades justas e igualitarias, deben cumplir algunos requisitos, entre ellos, diseñarse sin “dedicatoria” para individuos o grupos determinados —ni para favorecerlos ni para perjudicarlos— y, sobre todo, aplicarse a todos por igual, sin distinciones de ninguna índole.

Hacerlo de forma distinta implica pervertir el sistema y generar privilegios, lo cual nos coloca exactamente en la dirección opuesta a la posibilidad de que las reglas sirvan al propósito de construir verdaderas democracias.

Se trata de condiciones simples que en teoría no debieran representar ninguna complicación para llevarlas a la práctica, pero que a las autoridades mexicanas, de todos los niveles, parecen resultarles imposibles de cumplir.

Por comodidad, por conveniencia política o por una ausencia de convicción democrática, nuestras autoridades suelen preferir, con insana frecuencia, aplicar la ley, sin contemplaciones, solamente a aquellos miembros de la sociedad que no son capaces de oponer resistencia.

La regla le queda clara a todo mundo desde hace mucho tiempo: quien posee un cierto “estatus” —económico, político, gremial— y, por ende, un determinado poder, goza del “privilegio” de oponerse a las reglas y vencer a la autoridad en el propósito de hacerle cumplir las leyes.

¿Y los ciudadanos comunes y corrientes? ¿Ésos, que se aguanten?

Asimismo los esquemas de rendición de cuentas sirven -en los países democráticos-, no sólo como una herramienta para verificar el correcto ejercicio de los recursos públicos, sino como mecanismo para lograr que la actividad gubernamental esté orientada a mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Porque rendirle cuentas a los ciudadanos es mucho más que demostrar que los recursos se utilizaron con pulcritud y que nadie se llevó a los bolsillos el dinero que forma el patrimonio colectivo. Rendir cuentas implica demostrar que el ejercicio presupuestal arrojó resultados concretos en el proceso de modificar, para mejor, las variables con las cuales se miden los fenómenos sociales.

Un buen ejemplo de la diferencia entre simplemente ejercer recursos con apego a una determinada normatividad y lograr un resultado socialmente favorable con dicho gasto, lo constituye el presupuesto educativo. Porque aun considerando que hasta el último centavo del presupuesto destinado a la educación se gastará en aquello para lo que se encuentra destinado, el resultado del proceso educativo sería el mismo que vemos hoy, es decir, uno que no le sirve a la sociedad porque no implica que contemos con una educación de excelencia.

¿Cuál es la diferencia entre conseguir un resultado y otro? La respuesta es tan simple como contundente: contar con mecanismos de fiscalización y rendición de cuentas orientados a verificar no solamente el ejercicio honesto del presupuesto gubernamental, sino a perseguir el abatimiento de los rezagos sociales. Para lograr esto, sin embargo, un primer paso indispensable es que los sistemas de control del gasto público sean eficaces a la hora de fiscalizar el ejercicio presupuestal, es decir, que al menos la tarea de auditar llegue más allá del simple dictamen de la cuenta pública.


En otras palabras, al menos necesitamos que si, producto de una auditoría, se descubren desvíos, falta de apego a la normatividad y ejercicio indebido de dinero público, tales conductas sean castigadas sin excepción.

Frente a tal realidad, la pregunta es: ¿para qué gastamos tanto dinero en sostener dependencias dedicadas a fiscalizar el ejercicio gubernamental y teóricamente dedicadas a garantizar que los servidores públicos rindan cuentas?

Por otra parte déjeme decirle que el Presidente Enrique Peña Nieto dio a conocer su propuesta de reforma constitucional en materia educativa, reforma que cuenta, al menos inicialmente, con el respaldo de las principales fuerzas políticas del país, cuyos dirigentes asistieron al evento en el cual se expuso la misma. Sobre dos columnas descansa fundamentalmente la propuesta del titular del Ejecutivo Federal: el establecimiento del Servicio Profesional Docente y la creación del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación.

Un elemento le da coherencia al planteamiento formulado por Peña Nieto: elevar a rango constitucional la obligación de otorgar plazas y ascensos en el servicio docente única y exclusivamente a través del sistema de concursos, así como la de evaluar en forma periódica —con propósitos de permanencia, estímulos y promoción— el desempeño de los maestros. Se trata de una propuesta sencilla que, en esencia, implica hacer obligatorias dos reglas que, desde todo punto de vista, debieron formar parte siempre del catálogo de reglas del sistema educativo del país.

¿Por qué no se establecieron antes? La respuesta es bien sabida por todos: el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación construyó y alimentó largamente una alianza política con quienes detentaron el poder en México y, a cambio de su lealtad electoral, logró convertirse en el rector de facto del sistema educativo, primero a nivel central y luego a nivel de los estados de la República tras el proceso de federalización.

Se trató, desde luego, de una relación mutuamente conveniente: para los dirigentes del SNTE la alianza con el poder significó cargos públicos, privilegios y un millonario flujo de recursos económicos que podía y puede gastar sin supervisión ni control. Para quienes aspiraban a ocupar posiciones públicas representó un ejército electoral a su servicio y, una vez en el poder, la garantía de “llevar la fiesta en paz” con el gremio más poderoso del país.

Lejos de los apetitos y las perversiones de unos y otros, para los ciudadanos esa alianza se tradujo en el desastre que es la educación hoy día y en la condena de más de una generación de mexicanos al subdesarrollo. Se trata, evidentemente, de un pacto que no da para más y por ello debe ser cancelado, concluido de una vez y para siempre, instaurando reglas que impidan su reproducción. Esas reglas pueden ser, ciertamente, las propuestas del Presidente de la República. Pero para ello se requiere, por supuesto, mucho más que su aprobación en el Congreso de la Unión.

Se requiere, además, del compromiso de todas las fuerzas políticas —al menos de todas las que no controla el SNTE— para que la legislación se traduzca en hechos concretos y esos hechos concretos comiencen a transformar -aceleradamente, de preferencia- la realidad educativa de nuestro país, una realidad que, hoy por hoy, constituye un lastre para el desarrollo nacional.


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