Alejo Carpentier, en su excelsa novela El reino de este mundo, nos comparte la reflexión del anciano Ti Noel quien llega a los últimos momentos de su vida con una sublime comprensión. Evitando la paráfrasis para no destruir la genialidad literaria de ese soberbio momento de introspección, me permito transcribir algunas de sus palabras: Ti Noel “[…] vivió, en el espacio de un pálpito, los momentos capitales de su vida; volvió a ver a los héroes que le habían revelado la fuerza y la abundancia de sus lejanos antepasados del África, haciéndole creer en las posibles germinaciones del porvenir. Se sintió viejo de siglos incontables. Un cansancio cósmico, de planeta cargado de piedras, caía sobre sus hombros descarnados por tantos golpes, sudores y rebeldías. […] Era un cuerpo de carne transcurrida. Y comprendía, ahora, que el hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida, en el Reino de este Mundo”.
Cuántas veces no nos ha sucedido que al término de una jornada, después de un esfuerzo largo y continuo, nos cuestionamos sobre el sentido de nuestra lucha. ¿Para qué tanto?, nos preguntamos. En esos momentos, ese órgano maravilloso que nos otorga el pensamiento, el sufrimiento y la alegría, suele recordarnos todo aquello que nos abruma o nos lastima. En pocos instantes la “loca de la casa” –aquella de la que hablaba Santa Teresa en el siglo XVI, la imaginación– aparece en la escena de nuestra mente para llenarnos de ideas, reclamos, censuras, miedos, agobios, pesadumbres, etc. Y poco a poco dejamos de ver, de percibir los eventos de nuestra vida en su amplitud y abundancia: nos concretamos a lo que nos duele y nos preocupa, lo que no hemos podido resolver, lo que anhelamos tanto.
Si bien es cierto que el ser humano es un ser de razón, también lo es de emoción. La tristeza, el enojo, la alegría, el amor y el miedo –junto con muchas otras– son sensaciones básicas en el hombre, todos las sentimos continuamente a lo largo de nuestra vida. Ellas nos permiten acercarnos a nuestro yo interno, comunicarnos con nosotros mismos y reflexionar sobre el sentido de nuestro ser. Dejarlas fluir es sano, sentirlas es bueno, llorarlas, a veces, también. Pero no podemos permanecer en ellas, nos harían sentir indefinidamente frustrados y amargados.
Facundo Cabral nos diría: “No estás deprimido, estás distraído. Distraído de la vida que te puebla, tienes corazón, cerebro, alma y espíritu, entonces, cómo puedes sentirte pobre y desdichado… De la cuna a la tumba es una escuela, por eso lo que llamas problemas son lecciones, y la vida es dinámica, por eso está en constante movimiento, por eso sólo debes estar atento al presente, a cada día le basta con su propio afán”.
La reflexión profunda y consciente sobre nuestras emociones es el camino seguro para encontrar la paz en nosotros mismos. Dominar a “la loca de la casa” no es tarea difícil, sólo se trata de hacerlo una y otra y otra vez, hasta acostumbrarnos a dejar de pensar con miedo, inseguridad o ira. Tal vez compartir y esforzarnos con otros por sus problemas, tristezas y fracasos sea una buena medida para dejar de pensar en los nuestros, y una excelente vía para aminorar el dolor ajeno, al tiempo que aumentamos la felicidad. Esas “tareas” que podemos imponernos para mejorar lo que somos aún en medio de nuestras propias cargas y angustias, amar incondicionalmente a familiares y amigos, interesarse y participar en la causa de la colonia, de la escuela, de la ciudad o incluso de la nación, seguramente redundará en satisfacción y gozos compartidos, que es más del doble que si lo hacemos sólo por nosotros. El trabajo intenso, el esfuerzo diario, las carencias, la enfermedad y la muerte son las constantes de la vida, y es con lo que contamos. Si en ello logramos encontrar belleza y aceptamos gustosos las pequeñas dosis de endorfinas que nos produce reír con otros, habremos logrado nuestro lugar en el reino de este mundo.