La hispanofobia que caracterizó a la Revolución es uno de esos hechos que condensan lo difíciles que han llegado a ser las relaciones entre México y España. Asunto espinoso que conviene revisar, no ha suscitado especial interés entre los historiadores. Notables excepciones a ambos lados del Atlántico son Carlos Illades y Tomás Pérez Viejo.
Si bien de manera general la Revolución no fue xenófoba, sí hubo serias muestras de su carácter antichino y antiespañol. El primer caso es conocido como resultado de la terrible matanza de chinos en Torreón por tropas villistas en 1911, pero el antigachupinismo fue aún más extendido. Estuvo presente en discursos, proclamas, y acciones durante toda la lucha armada.
Ejemplos abundan: Manuel Palafox, importante zapatista, afirmaba que no había “un solo español que no sea enemigo de los ideales revolucionarios y su exterminio debe ser y será completo”; el proyecto final de los constitucionalistas era, en palabras de Carranza, “hacer desaparecer los últimos vestigios de la época colonial”; y un volante de 1914 firmado por un grupo obrero ordenaba: “fuera de aquí raza espúrea (sic) de toreros, frailes, empeñeros, abarroteros y mendigos”.
En total, hubo 209 españoles muertos de forma violenta durante la Revolución: el segundo grupo extranjero más afectado (tras los norteamericanos) en términos absolutos. Eso sin contar los innumerables saqueos, asaltos, confiscaciones y vejaciones públicas, rubros en que llevaron la peor parte.
Para Pérez Viejo, la hispanofobia revolucionaria fue tan constante que no puede explicarse por hechos coyunturales. Para este historiador cántabro, entender la virulencia hispanófoba implica asumir que en 1910 existía en México aún una “cuestión española” pendiente de resolver que puede articularse en tres ejes: la narrativa del proceso de construcción nacional mexicano, las peculiaridades de la inmigración española y el intervencionismo español en la vida política nacional. Me centro en los últimos dos.
El carácter y situación de la inmigración española fueron singulares. La española era la mayor colonia extranjera en el México de la época: unos 30 mil. Tenían, además, una gran visibilidad por su dedicación al comercio: en 1899, 66.7 por ciento de los españoles en México eran comerciantes, llegando a captar el 49 por ciento del comercio de ultramarinos de la capital, según Carlos Illades. De ahí el estereotipo del “abarrotero gachupín”.
Su integración fue peculiar: los españoles llegados a México no se integraban a la parte baja de la pirámide social, como es habitual en los inmigrantes, sino a las capas medias y altas. Pérez Viejo explica: en México no existía una pirámide social única, sino dos que estaban sobrepuestas. La más numerosa, indígena-mestiza, y la blanca, reducida y por encima de la primera. Los españoles se integraban, tan pronto abandonaban su barco en Veracruz, en la base de la segunda pirámide por lazos de parentesco, paisanaje, y solidaridad racial, lo que los hacía parte de una élite.
La lucha armada volvió su posición delicadísima: ser comerciantes de alimentos en momentos de escasez, prestamistas en una crisis económica, o capataces en una revuelta agraria no los ubicaba en la mejor situación. Añádasele la diferenciación étnica y el que parte de la colonia española formara parte de la élite económica porfiriana, y resultará claro por qué, para las clases populares, encarnaban la contrarrevolución.
No menos importante fue el continuo involucramiento de la colonia en la vida política del país. La mayoría de las organizaciones españolas mostró desde un principio su repudio al gobierno de Madero y apoyaron abiertamente los intentos de golpes de Estado en su contra. El embajador español en México, Bernardo Cólogan y Cólogan, afirmaba que los españoles residentes “eran diístas y antimaderistas a rabiar desde cierta cantidad de pesos en el bolsillo para arriba”. Cuando finalmente Victoriano Huerta usurpa el poder y manda matar a Madero, el Casino Español engalanó sus ventanas con colgaduras para celebrarlo públicamente.
El propio embajador Cólogan apostó por la derrota de los revolucionarios. El desarrollo de los acontecimientos, lejos de hacerle cambiar de opinión, lo llevó a un intervencionismo cada vez más visible que culminó en la “Décena Trágica”. Tras la intentona golpista, un grupo de embajadores, encabezados por el norteamericano Wilson, propusieron como única salida al caos la renuncia de Madero. El encargado de transmitirle tal mensaje al presidente fue Cólogan. Tras ser lógicamente rechazado, el embajador español pasó a respaldar las negociaciones secretas entre Wilson, Félix Díaz y Huerta, que terminaron con el asesinato de Madero y Pino Suárez. Una vez en el poder, el primer gobierno en reconocer al usurpador fue el español (que también le proveyó de armas), quedando manifiesta la participación hispana en el golpe de Estado.
Tras ello, la hispanofobia explotó. Hubo incluso una carta en 1913 al embajador Cólogan manifestándole la reciente creación de la “Sociedad Exterminadora de Extranjeros Nocivos al País”, que habrían de exterminar a cuchillo a los españoles que colaboraron en el golpe.
Como resultado, las relaciones de la Revolución con España y lo español fueron difíciles y conflictivas. La identificación de los españoles con el pasado colonial, la contrarrevolución, y la élite económica fundamentó la fobia popular hacia ellos. Fobia que la institucionalización de la Revolución preservó en cierta medida (basta observar los murales de Palacio Nacional para comprobarlo).
Sin embargo, esto no impidió que los españoles siguieran llegando a México, que los diputados mexicanos aprobaran el 12 de octubre como “Día de la raza” en 1928, ni que la colonia española siguiera siendo una élite visible y poderosa.
La progresiva normalización de las relaciones entre ambos países se afianzó con la llegada de la Segunda República Española, pero duró poco. Vino la Guerra Civil, la victoria de Franco, y el exilio en México. Pero como dice Pérez Viejo: ésa es otra historia.