Mientras la opinión pública, partidos políticos y medios de comunicación se distraen en el remiendo y parches de la “reforma” laboral, el país está a punto de atravesar una transición del Ejecutivo en circunstancias peligrosísimas en materia económica. Las consecuencias, como en cada sexenio, podrían ser la crisis, devaluación, pérdida de competitividad y desaceleramiento del crecimiento económico.
Las señales de alerta son evidentes, como el aumento en los precios, que aunque en México ya nos acostumbramos y lo vemos como algo cotidiano, la realidad es que al cierre del año se recrudece y afecta directamente a los alimentos, lo que repercute directamente en el bienestar de la ciudadanía en general.
El mismo gobernador del Banco de México, Agustín Carstens, reconoció esta semana que la institución que administra está “seriamente preocupada” por los recientes incrementos de precios en los alimentos. Aunque para este distinguido personaje la falta de alimentación no es un problema que le quiete el sueño, su postura exhibe que se tendrán que tomar medidas que a largo plazo agraven nuestras finanzas, como el empréstito, el subsidio y la importación desmedida.
Carstens incluso lanzó una amenaza a los productores y consumidores nacionales, al decir que ponderará, “con mucho cuidado”, si es preciso, hacer uso de los instrumentos que tiene a la mano, como mover la tasa de interés interbancaria de referencia, en caso de que estos aumentos empiecen a contaminar el resto de los precios en la economía. Con ello, el poder adquisitivo se derrumbaría aún más, los productos tendrían que importarse y la calidad sería lo último en que se fijaran. Los “paganos”, como siempre, seríamos los contribuyentes.
Desde julio pasado, la inflación se disparó a más del 4 por ciento; y durante septiembre se situó en 4.77 por ciento debido al incremento de alimentos como el huevo y otros productos agropecuarios. Los pretextos, como el chupacabras y alertas sanitarias por intromisión de virus malditos, desencadenaron que durante los primeros 15 días de octubre la inflación alcanzara 4.64 por ciento, cifra que orilló a que Carstens saliera a curarse en salud considerándola como “muy alta”, previendo medidas negativas para la ciudadanía normal, ¡vamos!, la que no mama de erario.
Los productores y los acaparadores se han puesto nerviosos ante los anuncios de Banxico y han emplazado al gobierno Federal a tomar medidas, pero medidas que los beneficien a ellos y no favorezcan al mercado extranjero, cosa que no pasó. En contraste, los productos que disminuyeron sus precios fueron principalmente los agrícolas, como naranja, chile poblano, papaya, aguacate, papa y otros tubérculos, además de cebolla, frijol, los detergentes y la tortilla de maíz, principalmente. Ésta fue la reacción del gobierno, permitieron que entraran toneladas de productos extranjeros, saturaron el mercado, disminuyeron los precios, pero aumentaron la inflación, sólo le quietaron un poco de presión pero la han convertido en una bomba de tiempo.
Por si fuera poco, la carga fiscal que implican estas irresponsables y absurdas medidas, la soportan sólo unos cuantos. Pues pese a mantenerse el abasto, el consumo disminuye y la aportación tributaria cae todavía más.
De los 29 países integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, México es la nación que menos impuestos recauda, esto por sus malas políticas fiscales, sus inequitativos sistemas de control y por la desmesurada evasión de los que más ganan.
Pese al incremento de recaudación registrado en el sexenio de Felipe Calderón, el cual pasó de 18.2 por ciento a 19.7 por ciento respecto del Producto Interno Bruto, México está en el inframundo en este rubro entre los países desarrollados, pues no es capaz de sostener una recaudación adecuada y lo que aportan unos pocos contribuyentes no se refleja en el bienestar social, ni se aplica para emprender programas de rescate económico como el que necesitamos ahora.
Los países que superan a México en su eficiencia de recaudación son Chile, Turquía, Estados Unidos y Corea. En contraste, la nación que más recauda es Dinamarca, con un porcentaje de 48.1 por ciento de su PIB, pues mientras la economía danesa obtiene prácticamente 50 por ciento de sus ingresos de los impuestos, en nuestro país esa proporción es sólo una quinta parte. De esa quinta parte el 80 por ciento se desperdicia en burocracia y gasto corriente gubernamental, dejando indefensa a una economía consumista y poco productiva como la nuestra.
Y para rematar y aterrizarlo a un lenguaje más local, todas estas malas políticas financieras nos afectan a los aguascalentenses de manera especial. En los últimos 10 años, Aguascalientes es el estado con menos recuperación real del salario, pues en esta década en promedio los salarios crecieron 57 por ciento, pero los precios en algunos casos de la canasta básica crecieron hasta mil por ciento.
A principios del 2003 sólo 13 estados superaban a Aguascalientes en cuanto a salarios, hoy ya son más de 20, dejándonos dentro de los cinco con más desempleo y con la competitividad más baja.
Y aunque podrán defenderse los interesados exponiendo que en septiembre, el Índice de Precios al Consumidor aumentó un 0.12 por ciento en la ciudad de Aguascalientes respecto a agosto, y fue por lo tanto uno de los incrementos más bajos que se dieron entre las 37 grandes zonas urbanas del país, la realidad es que nuestra economía sólo se basa en dos sectores, el automotriz y el informal. Esta falta de responsabilidad en el manejo de nuestra economía está desencadenando que nuestros empleos sean cada vez de menor calidad, con menos prestaciones, más mal pagados y con menor poder adquisitivo.
México requiere más que una reforma laboral de parches. Requiere una transformación económica integral, con una evolución fiscal que recaude adecuadamente y que impacte en el bienestar social.
Esto pudiera dar la esperanza a Aguascalientes de diversificar su economía y desmonopolizarla de la Nissan, pues necesitamos apostarle a producir lo que consumimos para estar dentro de una competencia nacional y tener realmente el progreso anhelado.