La represión el 2 de octubre del 68 provocó rechazo y estupor a nivel internacional por la desmesura de la respuesta del gobierno de Díaz Ordaz ante las demandas y expresiones de los manifestantes, entre los que, si bien había provocadores y acelerados dispuestos a generar violencia “revolucionaria”, la gran mayoría asumía una actitud pacífica, acorde a las demandas “democratizadoras” que enarbolaba el movimiento. Diferentemente, años atrás en Ciudad Madera, pueblo ubicado en la sierra Tarahumara de Chihuahua, un 23 de septiembre un grupo de jóvenes casi todos maestros rurales, decidió tomar la historia en sus manos y salir a su asalto, empezando por el cuartel militar allá ubicado, intentando empezar su saga libertadora con un Moncada. El combate fue breve y de resultados catastróficos, para los aprendices de guerrilleros, el nivel de preparación y equipamiento no fue suficiente y la reacción militar los avasalló, muriendo en combate o ejecutados la mayoría de los jóvenes. El episodio empero, apenas se conoció en ese México de medios rigurosamente controlados pero donde además ni la izquierda tolerada se atrevía a romper lanzas por quienes intentaban el camino de la violencia; “provocadores” era el término aplicable y ni pensar en solidaridad.
Como sea, la lección del 2 de octubre fue aprendida a regañadientes por el gobierno y a partir de esa fecha se intentó hacer un balance entre el uso “legítimo de la fuerza del Estado” y el carácter de las manifestaciones y expresiones de protesta. El “derecho a la libre manifestación” devino en un estrecho sendero, donde había que caminar derechito, pues un solo paso en falso bastaba para desencadenar la lluvia de gases lacrimógenos y toletes; de hecho, el uso de fuerzas paramilitares el 10 de junio del 71 fue un intento de desmarcar a las fuerzas del Estado del hecho. La existencia del movimiento guerrillero de los 70 hacía más complejo este rejuego: había que reiterar el carácter “pacífico y democrático” de la manifestación si se quería marchar al menos unas calles.
La paulatina transición democrática fue normalizando el ejercicio de la libre manifestación, sobre todo a partir del punto en que no existió ya una presencia guerrillera complicando el panorama, se fueron construyendo ya unas reglas generales escritas y no que orientaban hasta dónde se podía llegar sin garrotazos. La irrupción del EZLN en 1994 marcó un giro nuevo en esta historia, pues aunque la reacción inicial ante el alzamiento fue la marcada por los manuales de contrainsurgencia, la contraofensiva que habría marcado el aniquilamiento del “ejército” guerrillero fue detenida por consideraciones políticas: el México de la modernidad se hubiera visto muy mal exterminando indígenas como cualquier gorilato centroamericano. Los zapatistas ganaron con la tregua el derecho a conservar sus armas y un territorio “liberado”, pero además, el conjunto de la izquierda protestante fue ampliando sus formas de manifestación, empezando a jugar con formas cada vez más agresivas y menos “democráticas”.
La alternancia en el año 2000 marca el inicio de una nuevo capítulo, donde el gobierno de Fox urgido de deslindarse de los modos priístas, acota aún más los márgenes de la “violencia legítima del Estado”, en relación con el derecho a manifestarse; mucho de lo que no se “valía” ahora es tolerado y a cada retroceso de las “fuerzas del orden” reaccionan los contestatarios. Atenco es el peor ejemplo de esta dialéctica: a cada nueva apuesta de los comuneros hay un retroceso gubernamental, llegando a conformarse de hecho una situación pre-insurreccional como apenas la soñaron los guerrilleros setenteros.
El aprendizaje fue rápido y generalizado, no sólo los grupos “radicales” a los que se les liga a la aún existente guerrilla empezaron a elevar el nivel de “violencia” de sus manifestaciones, sino incluso las organizaciones más reformistas; enarbolando demandas insustanciales empiezan a jugar a la provocación. La lección “entre más fuerte gritemos más posibilidades de ser escuchados” deviene en norma y hasta para quitar a un maestro de civismo se puede incendiar una patrulla.
La intervención policial en las normales de Michoacán parece marcar el fin de esta tolerancia extrema; pues aunque quizá Felipe Calderón haya considerado romper con la política Foxiana de “no hacer nada”, los avatares de la guerra contra el narco aconsejaban no abrir un nuevo “frente de batalla” de inciertos resultados, así al límite de su mandato toma una decisión que seguramente se consolidará con Peña Nieto, tanto por sus antecedentes personales como por la tradición priísta. Reconstruir el estrecho sendero de lo “tolerado” mediante métodos pavlovianos, será su tónica. La libre manifestación será respetada si, y sólo si, respeta la urbanidad y buenas costumbres y todo rompimiento del orden acarreará respuesta contundente de la “autoridad”. Si bien esto no será inmediato, no empezará su gobierno repartiendo macanazos, las reacciones a los excesos de los manifestantes se irán haciendo cotidianas y la izquierda radical vivirá malos tiempos, para beneficio paradójico de los moderados.
Quizá el mayor problema práctico será el marcar el punto de diferencia entre lo tolerado y lo no aceptado: encontrar el momento preciso en que las “fuerzas del orden” echarán mano al tolete, pues es obvio que no se reformará la Constitución para reglamentar la libre manifestación. Será ése el momento en que los nostálgicos añorarán al justo represor, Fernando Gutiérrez Barrios, quien siempre supo cuándo intervenir y con qué medios; mientras, en el proceso de aprendizaje se esperan muchos descalabrados…