Los juegos de poder entre escolares siempre resultan escandalosos y preocupantes a todo mundo excepto a las infantes o adolescentes involucrados. En kínder no falta el abusón que ve con ojos febriles tu lonchera de Mazinger Z y sus sabrosas entrañas de sándwich de jamón con aguacate, tetrapak de chocolate, jugo de naranja y galletas de malvavisco con coco. En primaria no falta el largo de manos de un metro setenta de estatura, 80 kilos y moho cerebral que añade con descaro impune canicas y figuras de acción ajenas a su colección cleptómana. En secundaria no falta el lucidito que cree que un despliegue de bravuconadas basquetboleras le hará ganar, además del juego, los corazones de todas las damiselas presentes que ni siquiera ven el juego. En preparatoria no falta el junior que se pavonea en aras de la exclusión social y la manipulación monetaria hasta que es embestido, y puesto en su lugar, por las fuerzas universales y todopoderosas del rock and roll. Como los nervios traicionan en momentos clave, el karate probablemente no funcionará, tampoco el taekwondo o el kung fu, pero sí la reacción artera que vence al Goliat con astucia callejeril.
A pesar de los abusos de poder, por lo general basados en la fuerza física, que los escuálidos, bien portados, indefensos o simplemente pendejos sufren –sufrimos– cuando son educandos, la verdad es que no se desperdicia la oportunidad de hacer lo mismo con alguien menor o físicamente más disminuido que uno (compañeros de grados inferiores, amigos, hermanos, primos). Víctima y victimario, pues, son papeles que se alternan de manera natural en pos del equilibrio cósmico. Y está bien. A veces uno recibe zapes que hacen cimbrar todas las neuronas y pintan la cara de humillación carmesí, a veces se disfruta del placer de repartirlos a granel y sin asomo alguno de prudencia (ahora que lo recuerdo, yo sufrí más abusos verbales, psicológicos y físicos de parte de maestros que de compañeros, de los segundos tuve la oportunidad de vengarme, de los primeros, no: cuidado, si los veo, me voy a cobrar a lo grande, cui-da-do).
Los salones y los patios son el escenario, el espacio escolar, pues, el microcosmos donde se desarrollan juegos de poder tan complejos, crueles y despiadados como los que tienen lugar en ámbitos adultos. ¿O es al revés?, ¿en la vida adulta se está expuesto exactamente a las mismas dinámicas que se experimentaron desde los cuatro años de edad: hostigamiento, acoso, exclusión, manipulación, coacción, intimidación, amenazas? Los minados campos de batalla de la infancia y la adolescencia, pues, son el mejor entrenamiento que uno puede recibir para lo que vendrá después, y los aprendizajes no son pocos: perder unas batallas enseña a fraguar con paciencia maquiavélica la venganza glacial e implacable, por ejemplo, o que la inventiva medieval de la palomilla del barrio o de la escuela para idear torturas más humillantes que dolorosas es afanosa e insaciable, o que joder al vecino es, simple y llanamente, muy divertido.
El mexicano desarrolla relaciones sociales predominantemente bipolares y con respecto al bullying no es la excepción: mentalmente le es familiar, y cómodo, ser dominante y ser dominado, ser amo y ser esclavo, ser verdugo y ser mártir. En su día a día brinca de un lado a otro sin problemas, en su casa es hijo sumiso o buey mandilón, en el trabajo es jefe mandón o autoritario, o viceversa, macho golpeador y empleado agachón, por ejemplo.
Si usted desea adoptar un mexicano, siga los siguientes pasos, pues habrá de entrenar en casa a su mexicano en varias acciones –que recibirá de otros, que ejercerá sobre otros– que experimentará en la escuela, seguro, y que debería poner en práctica ya en su vida adulta para restaurar la justicia y equilibrio del universo o por puro pasatiempo jodón.
Primer paso: enseñe a su mexicano “El exhibicionista involuntario”, se trata de una práctica de nulo dolor pero de mucha diversión y humillación que provoca enrojecimientos faciales súbitos: por detrás y en un lugar más o menos concurrido, jale hacia abajo el pants, short o pantalón holgado de la víctima, de ser posible, trate de bajar a un mismo tiempo la ropa interior. Cuando broten lágrimas espontáneas de risa y de vergüenza de todos los presentes, el objetivo se habrá alcanzado.
Segundo paso: entrene a su mexicano en “Las tres del barrio”, es una práctica de mucho esparcimiento que genera dolores abdominales de risa y de rigor cuasi mortis: por detrás, entre dos personas, sujeten con firmeza las extremidades del inmolado, levántenlo, abran el compás de las piernas y dirijan los genitales con velocidad media hacia el poste o árbol más cercano. Como su nombre lo indica, hay que repetir esta acción tres veces. Cuando todos los involucrados estén tirados en el suelo retorciéndose de risa o de dolor, el propósito se habrá conseguido.
Tercer paso: entrene a su mexicano en el viejo arte del “Calzón chino o romano”, es una práctica harto divertida que genera altas dosis de felicidad a casi todos los involucrados: por detrás, jale hacia arriba la ropa interior de la víctima, jale hasta no poder más, de ser posible, jale hasta que pueda cubrir la cabeza de la víctima, cuando los gritos y las risas alcancen decibeles inusitados, misión cumplida.
Preguntas frecuentes: ¿El mexicano es sádico? Sí. ¿El mexicano es masoquista? Sí. ¿El mexicano es sadomasoquista? Sí.