Gabriel Tarde, excepcional Sociólogo francés, utilizó en alguna ocasión la distinción entre Neptunianos y Vulcanianos para dar cuenta de dos formas de comprender la Historia y su naturaleza: los neptunianos son quienes juzgan su dinámica como una acumulación, de tipo sedimentario, que se desarrolla en procesos de prolongada agregación, como una suma silenciosa y continua. Los vulcanianos son sus opuestos, aquellos que la observan fluir entre constantes explosiones ígneas, donde lo accidental e irracional cooperan frecuentemente en la formación de los procesos. Hoy puede dar la impresión de ser tan sólo una división maniqueísta y superflua: planteamientos de solución intermedia se han encargado de liberar la tensión de sus posiciones contrapuestas, sugiriendo complementariedad, implicación mutua o participación sucesiva. Para los analistas de hoy, resulta más verosímil la idea misma de Historia como alternancia de sístole y diástole, con ciclos y neptunianos y vulcanianos que se complementan, conspirando cada cuál en el interior del despliegue de su contrario para aparecer y dar paso, bajo la regla de la necesidad.
Comprendo que la evocación puede tomarse frívolamente, como si pusiera ante tus ojos una reliquia extraída del museo de las teorías, sólo interesante para especialistas y básicamente improductiva. Sin embargo, lo que enseña el ejercicio disciplinado del análisis político es que la realidad social es un tanto más compleja y vulgar. En el fondo de mi repaso se pueden palpar filosofías políticas de signo contrario, que fundan las elecciones que se toman durante coyunturas sociales significativas. Puede que el mundo funcione de ambas formas, pero el hombre y la mujer en el mundo se repliegan en momentos exigentes hacia una u otra de ellas para dar coherencia a los actos que realizan.
Ante los acontecimientos surge siempre una obligación de posicionarse respecto a las circunstancias. La conciencia política ahí consiste en implicar lo que nos implica, tendiendo así un puente entre lo que somos y cuanto ocurre a nuestro alrededor. En este sentido, hay niveles y radios de comunidades a las que nos adherimos y con las que guardamos relación: nuestra familia, colonia, ciudad, país y región continental, hasta abarcar al conjunto de la especie humana que habita el mundo. Se despliega así en cada uno de esos campos un entramado de identidad y diferencia que generan instancias de referencia y en cuya dinámica nos definimos. Condensando estas ideas, quiero decir que aunque todas estas instancias nos afectan, es decisión personal si las ignoramos o tomamos parte de ellas de forma activa. Cuando un pariente atraviesa por una dificultad o surge un problema que afecta al barrio en que vivimos, así como en los asuntos de nuestra ciudad y país o incluso en casos en que la mirada internacional llama la atención sobre un conflicto geográficamente lejano, decidimos por principio si nos interpela como parte de esa comunidad, o si lo adecuado es pasar de lado y esperar a que otros solucionen la situación: que lo hagan a quienes les importa.
En este sentido es que me declaro totalmente en contra de la ofensiva de Israel a Palestina, que se ha intensificado recientemente y cuyas características principales son la asimetría de fuerzas en conflicto y el reprobable ataque militar contra la población civil. Debo aclarar dos cosas: no soy experto en la materia y reconozco las agresiones de Palestina a Israel, dirigidos hacia la población que se encuentra en el rango de alcance de los misiles domésticos que se lanzan contra Tel Aviv. Sin embargo, distingo una fuerza de exterminio dirigida contra una resistencia organizada poderosamente al interior de la sociedad (Hamas), de manera que el ejército que combate Israel pareciera ser todo el pueblo palestino. Entre los discursos de odio y las verdades de las víctimas mutuas, lo cierto es que las instancias internacionales mantienen el margen necesario para permitir que continúe el conflicto, ya por despistarse respecto al bloqueo de cinco años a Palestina, ya por negarle su condición de Estado reconocido.
Para quien revise la historia crítica de América Latina y abra cualquiera de estos días el periódico, notará que en la región y especialmente en México se repite crónicamente el fenómeno del despojo, en que se violenta a los pueblos para apropiarse de aquello que les pertenece, de manera que las motivaciones económicas se enmascaran, por un proceso de alquimia política, bajo la forma de “progreso”. Atenco, Wirikuta, Huexca y Temacapulin son algunos ejemplos, que con sus diferencias, refieren al tema de la propiedad de la tierra y los recursos naturales, así como a las luchas por la preservación de formas de vida que se oponen a los dictados del capital.
Hace algún tiempo –dice la voz de una memoria incómoda- México tuvo que ceder a Estados Unidos gran parte de su territorio para preservar su independencia. Ese país es desde hace varios años el principal abogado del Israel sionista. La conciencia exige expresar mi solidaridad con Palestina y adherirme a una visión histórica Vulcaniana de resistencia –por la herida compartida- así como exigir la intervención de la diplomacia mexicana en favor de su reconocimiento como Estado independiente y soberano. ¡Palestina, Libre!