Como para el mexicano todo es afrenta, según escribió el famoso escritor y ex diplomático mexicano recientemente fallecido, esto lo lleva a sostener un estado permanente de imaginaria guerra. El mexicano mantiene una lucha de poder constante con sus congéneres. Antes de arribar a cualquier lugar, repasa en su mente su entrada conquistadora y las tácticas de ataque, defensa y retirada, las condiciones del terreno (casa, departamento, salón, local), las circunstancias de la ocasión (invitación, improvisación, negocios, familiar, etc.), los posibles adversarios (parientes, amigos, vendedores, conocidos, desconocidos), las alianzas y divisiones que podrá confabular (chismes, rumores, venganzas), el vestuario más apropiado (power suit de invencibilidad, hippie fashion como cebo y trampa), el acicalado general (ferocidad inmisericorde o misterio indómito), los puntos fuertes y vulnerables del enemigo, las armas más peliagudas y mortíferas y el parque mental o físico más contundente. Al mexicano le gusta librar pequeñas batallas de destrucción controlada o de daños previsibles. Las lides que pueden llevarlo al aniquilamiento, las evita a toda costa, pero aquellos combates de poca monta, por asuntos insulsos, le encantan, esos los pelea todos, no discrimina; y si no hay escaramuza alguna en el horizonte, no importa, se la inventa, desafía al primero que pase y se consigue torneo expedito y gratuito con el o la que se deje embaucar. El mexicano siente que el mundo que lo rodea lo vilipendia constantemente, conspira contra él, y por esa razón lleva siempre la espada desenvainada, por el mismo motivo mantiene una guerra hipotética con prácticamente cualquiera que no sea él mismo y ello justifica su estado de semienojo permanente. Al mínimo gesto del otro –el que sea–, ante cualquier chispa de interacción humana, el mexicano se prende fuego como protestante desquiciado del Oriente Medio. Si la conflagración se desata, él ya está preparado, que se vaya todo a la chingada o, en otras palabras, que arda Troya; y si el otro no buscaba pleito, sino saber alguna dirección o la hora nada más, o cruzó miradas por casualidad, pues ya se hizo otro coraje dioquis, ya se ganó otra piedrita más para el hígado, otro mes menos de vida. Entonces llega el momento de emprender la retirada, no pide disculpas, mira por encima del hombro, se aferra a su aspereza antojadiza y neurótica, se va con paso más o menos apresurado, volteando hacia atrás intermitentemente, sospechando de un ataque por la espalda.
El afán crónico de echar pleito del mexicano se debe, por supuesto, a las inseguridades que le produce su paranoia inquebrantable, que a su vez es producto de su primitiva, bien conocida e intensa sensación de miedo, que lo acompaña desde que nació y que abarca y rige prácticamente todos los nichos de su vida: familia, trabajo, educación, religión, recreación, imaginación. Si entre sus planes próximos está adoptar un mexicano, siga los siguientes pasos para evitar cualquier confrontación y ganar cada batalla, incluso sin pelearlas.
Primer paso: como señalamos arriba, el mexicano vive en una lucha de poder constante, incluso consigo mismo, lo cual nubla su juicio y lo vuelve un candidato ideal para la manipulación. Cuando se vea enfrascado en una discusión sin fin con su mexicano, verá que pronto no hay tema de discusión, que se habla más de las formas como se dicen las cosas que realmente de contenidos, por lo que se recomienda jugar con la cabeza de su mexicano para hacerlo enojar aún más: diga lo mismo pero en diferentes tonos, contraargumente repitiendo exactamente las mismas palabras que recién haya pronunciado su mexicano, esté de acuerdo y acto seguido contradígase, cuando su mexicano dé un argumento fuerte y contundente, pídale que lo repita porque no lo entendió o no lo escuchó bien. Verá cómo su mexicano va perdiendo paulatinamente el control de las riendas hasta perder la cabeza y la batalla.
Segundo paso: muestre adhesión absoluta y total acuerdo a cualquier intención de su mexicano: si quiere vociferar a los cuatro vientos todas las sandeces que se le antojen y ocurran, que lo haga, si quiere repartir porrazos y patadas contra su breve humanidad, ofrézcale su rostro y cuerpo, déjese golpear. Sólo asegúrese de hacerle saber que es usted quien toma la decisión de recibir golpes o de aceptar ofensas, verá que logra el efecto contrario y, de nuevo, gana la batalla sin hacer nada y sin recibir daños.
Tercer paso: recuérdele sus errores recientes, si eso no lo desarma, vaya al pasado más remoto y desentierre los dolores que sabe harán mella en la armadura de su mexicano; si aun así no logra un cese de hostilidades total y su mexicano sigue mascullando entre dientes alguna ofensa rastrera o tirando trompadas y puntapiés con poco tino y dirección, recuérdele que es adoptado, eso le tumbará la guardia por completo y lo derrotará y provocará que huya en desbandada despavorida. La victoria, nuevamente, será suya.
Preguntas frecuentes: ¿El mexicano es bravucón? Sí. ¿El mexicano es bravo? No. ¿El mexicano es bravío? Depende.