Durante las últimas décadas la democracia ha ido ganando terreno en prácticamente todas las latitudes del planeta: en los 70 alcanzó a naciones de Europa Occidental que habían enfrentado largas dictaduras como España, Portugal y Grecia; con posterioridad en los 80 después de un periodo de regímenes militares volvió a la región Latinoamérica; luego en los 90 una vez derribado el Muro de Berlín llegó a Europa del Este y ahora, al inicio del Tercer Milenio, sorpresivamente ha brotado en el Mundo Árabe.
Paralelo a esta expansión, ha surgido un fenómeno inverso, de desencanto con este sistema político al que Churchill calificó como “el menos malo”. Hace más de dos décadas en el célebre ensayo La crisis de la democracia y la lección de los clásicos el politólogo piamontés Norberto Bobbio daba ya cuenta de ello. En éste comenta la ineficiencia del método democrático para atender demandas que los ciudadanos y los grupos sociales formulan, lo cual induce tensiones e incluso violencia. Advierte de una creciente brecha entre la demanda social y la respuesta política. Bobbio resalta que la pax democratica representa una conditio sine qua non absoluta que no debe romperse en tanto que constituye la base de la convivencia civil: el método democrático es el sustituto funcional del uso de la fuerza para la solución de los conflictos sociales
En América Latina y el Caribe la actitud de la población hacia este sistema ha oscilado entre el escepticismo y la desilusión; con la notable excepción de países de gran tradición democrática, como Costa Rica y Uruguay. La problemática económica y social (incluidas la pobreza y la violencia) constituyen factores que determinan la apreciación del ciudadano respecto la democracia. La organización Latinobarómetro, con sede en Santiago de Chile, ha seguido puntualmente esta evolución a lo largo de los últimos tres lustros.
Pero este fenómeno se replica incluso en las democracias incipientes como en Túnez -cuna de la Primavera Árabe- así como en Libia y Egipto. En el Viejo Continente, donde se asientan las democracias con mayor grado de madurez, la crisis del Euro ha puesto en evidencia la fragilidad de los sistemas políticos regidos por este principio. Varios intelectuales se preguntan si Europa es hoy más democrática que hace 10 años, y la respuesta parece ser negativa.
Para ciudadanos de naciones como Grecia y Portugal, donde sus gobiernos han impuesto severas medidas de austeridad, haciendo retroceder de manera significativa los niveles de calidad de vida y la seguridad social, la democracia ha fallado. La percepción dominante es que sus países están intervenidos, que han perdido la capacidad de autogestionarse. Así, buena parte de los ciudadanos europeos ven impasibles cómo el voto, el recurso más emblemático que la democracia les otorga para imponer su voluntad y destino, se anula ante los compromisos externos que los gobiernos deben asumir. Incluso las decisiones normales que se toman en el seno de la Comisión Europea y que afectan a la población de los 27 países miembros, escapa a sus ciudadanos, asumiendo éstos un rol pasivo, de meros espectadores.
En cada latitud la democracia enfrenta sus desafíos: en Europa está favoreciendo el ascenso de movimientos extremistas, tanto de derecha como de izquierda, al tiempo que exacerba sentimientos xenófobos, nacionalistas e incluso secesionistas. En Latinoamérica la crisis adquiere otro rostro: apoyado por la pobreza y el clientelismo, y vestido con jirones democráticos, el fantasma de los populismos y de regímenes autocráticos campea por algunos países de la región. En el Mundo Árabe, la tentación de los grupos radicales islamistas por imponer la Sharia, constituye la principal amenaza a las nacientes democracias.
Con diversos, y a veces importantes matices, el desencanto de la democracia, trasciende la coyuntura de las crisis económicas, asociándose a la propia actividad política. El uso faccioso y personal del poder provoca un creciente recelo de este quehacer. El sentido original de la política, como herramienta para transformar a una sociedad, se está desvirtuando de manera acelerada; de ser una actividad noble se ha convertido en algo peyorativo; así, para algunas sociedades la medicina se ha convertido en su propia enfermedad.
Pero la democracia más que un sistema procedimental (la mayoría manda) es una cultura de participación, de diálogo, de respeto, de tolerancia. Más aún, la democracia debe ser una expresión fundamentalmente social en término de solidaridad, de apoyo recíproco, y hasta de comprensión.
Berna, Suiza, noviembre de 2012