Ahora que ni carteles, ni toreros, ni ganado jugado satisfacen del todo a los aficionados; y ni empresarios, ni apoderados ni ganaderos atinan en meter a la fiesta brava a la senda progresista, tradición larga que no entienden que es un tesoro para la sociedad mexicana, y dejan de dar motivos a la vieja y nueva clientela, no queda, bendito sea Dios, más que enriquecer y alimentar la cultura taurómaca en las tertulias que por esas cantinas, bares, restaurantes y anónimos rincones públicos y privados, ya en reuniones espontáneas, ya en organizadas, se dan cada semana. Tal es el caso de las conferencias que fluyen en un conocido recinto comercial, en donde la bebida y la botana son reinas de las mesas, de la ciudad capital de Aguascalientes.
El pasado miércoles le correspondió al maestro René Rivera manifestar su alta cultura general, y taurina en lo particular; su filosofía, su sentido del arte y sus bien ordenadas ideas de lo que entraña una de las vertientes de la fiesta brava.
Por esa ocasión, el personaje de Monterrey se hizo acompañar en el estrado del matador de toros retirado Jesús Delgadillo El Estudiante, y penetró en el vivir pasado de un hombre de toros que abrió las velas de la loca barca de su vida, la aventuró sin miedo y enriqueció la de otros. Y fundó una escuela de tauromaquia en León de los Aldama, Guanajuato, cuyo más aventajado alumno fue un indio que demostró que esa raza igualmente podía ser elegante como la europea, en el ejercicio que fuera. Se llamó Rodolfo Gaona, y ganó gloriosos remoquetes como Indio Grande del Toreo, Califa de León o Petronio del Toreo. Y por fin acabó lo que inició Ponciano Díaz… internacionalizar la fiesta brava mexicana.
Era gran torero de alta escuela.
Y en ello, mucho, se concentra la aportación taurómaca fabulosa de Saturnino Frutos Ojitos.
Y para terminar de solidificar la ansiedad de satisfacer las aspiraciones como amantes de la tauromaquia, tomamos el recurso del video, que aún con su relativa frialdad da cierta licencia para de algún modo enjuiciar un hecho determinado; y con él, por medio del sentido milagroso de la vista, se hubo de admirar lo que en el albero de oro de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla burilaron dos jóvenes diestros, frescos, valientes, artistas y luminosos: José Mari Manzanares (tres orejas) y Alejandro Talavante (una oreja).
Por la boca arquitectónica de la Puerta del Príncipe, esta reja ya bien replegada en los muros que la sostienen, salía un espectro humano y loco; con delirio sin prudencia; con desquicio de emoción; en estado de mil palpitaciones. Era la mancha en movimiento que sobre sus hombros y materialmente cobijado por frecuencia de luces de cámaras, llevaba como a un héroe –eso fue– a un Manzanares que con esto escribía en su biografía fina otra salida, la tercera, por tal puerta, en tanto que su arrogante y competente alternante dejaba muy bien sentado su nombre de torero variado y creativo.
Y atrás de la mágica escena quedó escrita una lección explícita de toreo, los elementos que la estructuran; lo que le da legitimidad; aquéllo que muchos que se dicen taurinos no han entendido por su ceguera, consecuencia de la soberbia, la deshonra y la serie de intereses malsanos.
En la primera página se explicó que un toro cuajado, con cabal edad adulta, entero, de trapío intachable, cuando tiene raza, buena y natural crianza, embiste y da emoción. Cuatro de las reses embarcadas en las dehesas de Juan Pedro Domecq y Núñez del Cuvillo hasta allá iban; venían de muy lejos, pasaban diáfanamente y retornaban siempre buscando corresponder al reto de los avíos. Sólo pedían a cambio compromiso y atención de sus lidiadores.
En la segunda quedó desmenuzada ampliamente la definición del temple, que no lentitud en sí, como confunden muchos analfabetas metidos a escribidores taurinos y pregoneros privados de falsas hazañas. Y se derramó aquél al aparecer las telas púrpura en manos y brazos tan prodigiosos. Acompañados eran los bloques de muletazos por un son formidable, musical y de afinado acorde. El vendaval incontrolable de las acometidas, parecían, al llegar al espacio del actor, suaves brisas, transformadas que eran, por el poder envuelto de las acompasadas caricias del muletazo. Toreo ceñido, toreo desnudo, toreo genuino. El temple, virtud dada a pocos y desarrollada por menos; es, y fue esa tarde en Sevilla, la distancia justa entre los tejidos cerrados del engaño y los diamantes de los pitones, en relación afinada con la velocidad de las embestidas y la que le imprimieron los actuantes a tal avío.
Y en la tercera página el pundonor, la ambición legítima, el alto sentido de la competitividad y la preparación para dimensionarlas. Como el sediento en busca del oasis, Manzanares se fue hasta dos veces al amplio portón de toriles para interpretar la larga al cambio. Y espoleado por la de mostrada avaricia de gloria, Alejandro hizo lo mismo en uno de sus adversarios; pero no dejó de progresar lo iniciado sino hasta ponerse al rango de su alternante, que acaso no logrado en apéndices, sí en arte, entrega y torería…