La experiencia legislativa vivida en el Congreso de la Unión, con motivo de la iniciativa preferente para la reforma laboral enviada por el presidente Felipe Calderón, se ha convertido en un referente político del carácter real del nuevo PRI; no obstante que es muy pronto para abstraer algunos rasgos que definirían tanto a la próxima administración federal de Enrique Peña Nieto, como el contenido del que está compuesto ese calificativo de nuevo que dicen tener los priístas, podemos entrever algunos elementos.
Hasta hoy, después del resultado de las elecciones del 1 de julio, en que el triunfo de Peña se convirtió en legal pero no en lícito –debido a los cuestionamientos, hasta ahora no resueltos, del alto financiamiento ilegal que tuvo en su campaña–, y con base en el propósito compartido por las fuerzas políticas para evitar el quebrantamiento de la institucionalidad política del país con un inútil conflicto postelectoral, la aparente cordialidad política entre los partidos podrá tener una redefinición; el sano ambiente político, considero, ha sido propiciado, en buena medida, por el comportamiento que ha tenido el presidente Calderón con el presidente electo Peña, al llevar un proceso de entrega-recepción amigable y de civilidad política –algunos la interpretan como interesada, aunque es congruente con la institucionalidad que ha mostrado durante su administración-.
El punto de redefinición de la relación entre los partidos políticos, se podrá observar en la forma como la bancada priísta de la Cámara de Diputados maneje la minuta que le devolvió el Senado con las modificaciones a la reforma laboral; es decir, si retoma el espíritu mostrado por sus senadores, tanto al acompañar algunas modificaciones que propusieron el PAN y el PRD, como al aceptar que la votación no les favoreció en las otras, tomando en cuenta la mejor respuesta a las demandas del país.
Por lo pronto, algunas declaraciones, como la del diputado Manlio Fabio Beltrones, parecen volver a las formas tradicionales del PRI: “afirmó que el PRI insistirá en dejar la redacción del artículo 371 como se envió al Senado, que incluye la posibilidad de elección de dirigencias a mano alzada, y anticipó su rechazo a la modificación del artículo 388 bis, al cual se agregó que los trabajadores podrán conocer los contratos colectivos antes de que los firmen los patrones” (LJ, 26 de octubre).
Continúa Beltrones en la misma cita: “Es una invitación a la inestabilidad laboral y a que exista una subasta de contratos colectivos de trabajo. Nos oponemos terminantemente a que enmascaren la inestabilidad laboral en supuestos procedimientos para solicitar el ser tenedor de un contrato colectivo”.
Uno de los fondos del asunto es la naturaleza del voto: si el voto es secreto o es público. Aquí mismo podemos ubicar la naturaleza de los contratos colectivos; lo que significa si son secretos o son públicos.
En nuestra cultura político-democrática apreciamos curiosas contradicciones: en unas votaciones defendemos el carácter secreto del voto, como son las elecciones constitucionales de representantes de la sociedad; en otras, defendemos el carácter público del voto, como son las votaciones de los legisladores en los congresos.
De ahí discriminamos cuándo sí queremos tener voto secreto, y cuándo queremos tener voto público. Las preguntas que podemos hacernos ahora son las siguientes: ¿cuál es la diferencia entre el voto secreto y el voto público? ¿Cuál es el grado de libertad que se ejerce en una forma y en la otra? ¿Qué implicaciones tiene en los votantes el que el voto sea público o sea secreto? ¿En qué votación tenemos una democracia sana y completa, y en cuál la democracia ya se contamina y se merma? (desde luego que me refiero a las votaciones que son determinantes por sus consecuencias legales para la vida de la sociedad, y no a las decisiones meramente organizativas).
Retomando al politólogo Robert Dahl, ahora en su obra La democracia y sus críticos, encontramos que el voto público es un obstáculo para el desarrollo de la poliarquía –como etapa superior de la democracia–; menciona que no todos los países establecieron el voto secreto al mismo tiempo, ya que Gran Bretaña lo hizo en 1872, Estados Unidos de América en 1874, y Francia después de 1913.
Se refiere no sólo a las elecciones de representantes de la sociedad, sino también a los miembros de sus congresos legislativos; el voto público en las votaciones legislativas, como las hacemos en México, es defendido por algunos al decir que los electores debemos conocer en qué sentido vota el representante, por si llegara a ser necesario hacerle alguna reclamación.
Sin embargo, el voto público ha servido más bien tanto para vigilar la disciplina de los miembros de las bancadas instruidos por sus dirigentes, como para mostrar que, en realidad, los legisladores no tienen libertad de voto –a excepción de algún atrevido–, y menos para tener una respuesta satisfactoria para la sociedad.
El voto público representa, por lo tanto, un esquema de poder y control sobre los votantes; así como se vive en los congresos legislativos, también se reproduce en otras instituciones como las sindicales. El voto público desconecta a los trabajadores de la defensa de sus propios intereses, para conectarse a los intereses de sus dirigentes.
El colmo de la confusión política para justificar la conservación del voto público –con toda su regresión democrática–, la muestra Beltrones al inmiscuir la democracia y transparencia sindicales con la amenaza del complot para la desestabilización laboral.
Parece ser, como dice el dicho popular, de que “con la mano en la cintura”, los diputados priístas hablan ya de que la iniciativa de reforma laboral perdió su carácter de preferente, al haber sido modificada por el Senado, por lo que pasará a la “congeladora” (dejando de lado que, de acuerdo a su carácter de preferente, si el congreso no da respuesta, se tomará como si hubiera sido aprobada en sus términos). n