Posada: Hacer historia al lado de la historia - LJA Aguascalientes
22/11/2024

Por Marco Antonio  Campos

 En este ensayo, Marco Antonio Campos nos habla del gran artista que “en los sesenta y un años de su vida, no supo que lo era”. Desde 1925, cuando Jean Charlot llamó la atención de propios y extraños sobre la obra de Posada, muchos han sido los deslumbrados por el brillo del “oro de su moneda como artista de excepción”: Diego Rivera, Breton, Cardoza y Aragón, Frances Toor… a ellos se suma Campos, aportando los paralelismos que advierte entre la obra y la trayectoria del genial grabador y Hermenegildo Bustos, por un lado, y por el otro con el maestro de obras José Refugio Reyes, cuya arquitectura dibuja el perfil de la ciudad de Aguascalientes.

José Guadalupe Posada nació en la ciudad de Aguascalientes, en el barrio de San Marcos, el 2 de febrero de 1852. Fue un gran artista, pero él, en los sesenta y un años de su vida, no supo que lo era. Retrató a su época, pero esos retratos de época sólo se entendieron a cabalidad tiempo después. Sabemos más de su tiempo gracias a él, que lo que él supo de su tiempo. Diego Rivera, Luis Cardoza y Aragón, André Breton y Octavio Paz no titubearon en llamarlo artista de genio.

 

Posada surgió como grabador en su cuidad natal a los diecinueve años en los días arduos de la República Restaurada, es decir, inmediatamente después del triunfo de los liberales contra el ejército francés, pero tuvo que volverse contra ellos, a causa de los errores económicos, las triquiñuelas electorales y los bandazos partidistas del gobernador Jesús Gómez Portugal y su runfla de allegados. El historiador aguascalentense Jesús Gómez Serrano ha interpretado en detalle estos dibujos caricaturescos publicados en la revista El Jicote en las páginas de su documentado y ameno libro José Guadalupe Posada. Testigo y crítico de su tiempo. Aguascalientes, 1866-1876. Pero la verdadera época de Posada, donde brilló el oro de su moneda como artista de excepción, donde robó sus más íntimos secretos a la madera y al metal, fue sin duda la porfiriana, a la que habría que añadírsele tal vez una pequeña coda: los primeros años de la revolución. Posada odió la dictadura de Díaz y fue en cambio un sincero maderista. Una mínima fortuna en su tragedia personal: murió veinticuatro días antes de que Huerta asesinara a Madero.

 

La gran triada artística de la segunda mitad del siglo XIX mexicano estuvo compuesta por hombres que no se conocieron entre sí y muy seguramente ni siquiera vieron sus obras respectivas: el retratista Hermenegildo Bustos (1832-1907), el paisajista José María Velasco (1840-1912) y el grabador José Guadalupe Posada (1852-1913). Octavio Paz, en su ensayo “El águila, el jaguar y la Virgen”, los considera contemporáneos, pese a que los dos eran algo o mucho mayores que Posada: Bustos veinte años mayor y Velasco doce. Pero seguían vías muy distintas: El tema de Posada, escribe Paz, “no fue el espectáculo de la naturaleza (Velasco), ni el misterio del rostro humano (Bustos), sino el gran teatro del mundo, a un tiempo drama y farsa. Fue grabador y cronista de la vida diaria: su obra es inmensa y diversa, no dispersa: ni la cantidad ni la variedad de los asuntos daña la unidad estilística”. Pero mientras Velasco conoció el aplauso y la luz en vida, Bustos y Posada vivieron, haciendo historia, al lado de la historia. Se estima en veinte mil grabados el conjunto de la obra de Posada. Pese a su profusa obra, cada pieza suya, con menos o más intensidad, dice siempre algo. “Creador de una riqueza inagotable, producía como un manantial de agua hirviente”, escribió Diego Rivera.

 

Hay varias fechas claves en el conocimiento y el reconocimiento de la obra de Posada. Desconocido por los críticos de arte y las élites de la cultura mexicana en los años del porfiriato, el primero en poner estado de alerta máxima sobre la índole excepcional de su obra fue Jean Charlot hacia 1925 en su trabajo “Un precursor del movimiento de arte mexicano”; luego, en 1930, Frances Toor colecciona y publica 406 grabados, con una introducción de Diego Rivera; en 1943, Fernando Gamboa y Víctor M. Reyes organizan la primera gran exposición; en 1972, a iniciativa del poeta Víctor Sandoval, se inaugura el Museo Posada en la ciudad de Aguascalientes; en 1980 se lleva a cabo una magna exposición en Bellas Artes, y se publican varios artículos sugerentes, entre otros, de Luis Cardoza y Aragón, Francisco Díaz de León y Carlos Monsiváis.


 

Posada fue modelo y maestro de grandes pintores como José Clemente Orozco y Diego Rivera, que lo hicieron suyo y lo abrieron al mundo. Ambos, Orozco y Diego, lo conocieron cuando eran estudiantes de la Academia de San Carlos, la cual quedaba a unos pasos del modesto taller de Posada, abierto en una puerta cochera de la calle de Moneda, a un costado de la iglesia de Santa Inés. El muchacho Diego acabaría haciéndose amigo de ese hombre “bueno como el pan y amigo de divertirse”. Ese hombre surgido del pueblo que entendió como pocos a la gente del pueblo, Cardoza y Aragón dijo muy bien que Posada y el autor de corridos Constancio S. Suárez “no se acercaban al pueblo, no eran populares: eran pueblo”. Posada no se adhirió nunca a un partido ni la ideología manchó sus trabajos.

 

¡Cómo me recuerda Posada a otro aguascalentense, éste adoptivo, el gran maestro de obras José Refugio Reyes, quien dio en los años porfiristas una fisonomía simétrica a sus edificaciones y numerosas bellezas a la ciudad! ¡Cómo esas dos gentes del pueblo, surgidas de las raíces oscuras de la tierra, desarrollaron una obra única con conocimientos apenas elementales pero con una capacidad de observación y un instinto y una intuición sin fondo! Si una ciudad mexicana se representa en la arquitectura de un hombre es Aguascalientes y su artista es Refugio Reyes. Un arquitecto sin título universitario pero excepcionalmente superior a los profesionistas universitarios de esos años en la ciudad y en la región. Aún ahora, en el centro histórico, sus habitantes viven y conviven con templos, hoteles, escuelas, edificios civiles, castillos y casas que él diseñó o construyó: la iglesia de San Antonio, el templo de la Purísima, el hotel Francia, el palacio legislativo, una sección del museo de Aguascalientes, el castillo Douglas, casas y edificios de las actuales calles de Venustiano Carranza y Juan de Montoro. A diferencia de Reyes, Posada va más allá de su ciudad: Posada representa al pueblo mexicano, o variando lo dicho por Cardoza, nos deja para siempre en sus grabados las imágenes de personajes representativos del pueblo mexicano. En su obra se avienen de una manera natural el parricida y la prostituta de la calle de López, el héroe popular y el lagartijo, el policía y el sacristán, el torero y la catrina, la adúltera y el cura endiablado, el San Lunes y el petatero, el prestidigitador y la argüendera de la vecindad, la garbancera y el titiritero, y desde luego esos arquetipos populares como don Folías y el Negrito, doña Tomasa y Simón el Aguador, Chepito Marihuano y el Quijote destroza huesos, que salen del metal y la madera como imágenes alegres para corridos y canciones y ejemplos moralistas y estampería religiosa y páginas de escándalo.

 

Pero nada tan vivo, tan vivaz y vivificante como las calaveras. En esto Posada superó a la breve tradición anterior y no lo han superado hasta ahora. Es donde mejor se alía en su obra la percepción de la realidad y las alas de la imaginación, el humor explosivo y la concisión en la forma. En Posada no sólo la muerte es vital, sino está más viva que la vida.

 

Vemos, no dejamos de ver, jocosos y admirados, esas calaveras que diseccionan figuras y figurones de una sociedad y las cuales fueron hechas en los años porfiristas pero pudieron serlo también ayer y hoy y hace un momento. Es la muerte rival y pendenciera, que, como dice Diego, “pelea, se emborracha, llora y baila”. Sea o no cierta la fama (a mí me parece exagerada) de que el mexicano se ríe y se carcajea de la muerte, de que organiza de manera natural con ella fandangos y francachelas en las veredas y las tumbas de los panteones, el recado que nos deja Posada en estas piezas es que el mexicano se contempla frente al espejo y al reflejarse como calavera se carcajea de lo gracioso o lo ridículo de su propia imagen. El polvo alegre sigue siendo genio y figura dentro de la sepultura.

 

Posada, como el pintor Bustos y el poeta López Velarde, fue un excepcional minimalista, y su grandeza, en la que nunca pensó, la hizo modelando y dándole vida a los pequeños seres y las pequeñas cosas. Posada murió el 20 de enero de 1913 y fue enterrado en una fosa común del panteón de Dolores. Para finalizar diríamos de algún modo con Cardoza y Aragón, que mejor así, mucho mejor así, confinado y hacinado con el pueblo, riéndose a sus anchas entre los muertos que en vida retrató, que enterrado entre pares en la frialdad solemne de la Rotonda de los Hombres Ilustres.

Publicado en La Jornada Semanal el 10 de febrero de 2002


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