Bien documentado y escrito con calidez y admiración, este ensayo biográfico de la maestra Raquel Tibol cierra el homenaje que La Jornada Semanal rinde a José Guadalupe Posada en su ciento cincuenta aniversario. Para concluir, retomamos las palabras que don Ireneo Paz publicó en La Juventud Literaria a raíz del arribo de Posada a la capital del país: Mucho nos complace dirigir elogios a quien lo merece.
México, que posee la más bella historia de América, los más extraordinarios monumentos anteriores y posteriores a la conquista, la sangre más sublevada y los talentos más extraños, posee también con José Guadalupe Posada al más grande grabador de América, profundamente mexicano y, por eso, con un alto valor universal.
Luis Seoane, pintor, muralista y grabador hispano-argentino (1943)
En toda la crítica de arte del siglo XIX en México ni una vez se menciona a José Guadalupe Posada. Por el contrario, en nuestros días todos los libros sobre arte mexicano lo señalan como el genial precursor de la modernidad artística en México. La intelectualidad lo descubre una década después de su muerte, cuando con José Vasconcelos en la Secretaría de Educación Pública del gobierno de Álvaro Obregón se inicia lo que se ha denominado la “revolución cultural” dentro de la Revolución Mexicana. Al igual que el dibujante, grabador, pintor y escultor francés Honorato Daumier (1808-79), Posada es irremediablemente moderno, con todos los arrestos de romanticismo que la modernidad hereda. Posada, como Daumier, con peculiar sinceridad romántica despreció al burgués, con apasionamiento romántico protestó contra el mundo burgués capitalista dominado por un duro prosaísmo de negocios, explotación y ganancias. La revolución romántica, debe recordarse, no sólo devolvió a los pueblos su propio pasado, sino que se integró, como hecho cultural, a las luchas de liberación nacional, llamando a los pueblos para que se levantaran contra sus opresores y adquirieran una conciencia nacional de dignidad contra toda condición degradante. Empujado por el viento de la historia, el romanticismo evolucionó hacia el realismo crítico. Este fue el camino estético de José Guadalupe Posada; en su obra, romanticismo y realismo están muy entremezclados, dentro de un fuerte sustrato de arte popular. Cuando Diego Rivera, José Clemente Orozco, Leopoldo Méndez, Alfredo Zalce, José Chávez Morado, José Luis Cuevas y tantos otros señalan a Posada como el precursor, el maestro, están haciendo la más justa, severa y cierta ponderación estética, porque la obra de Posada constituye el primer rompimiento con el colonialismo cultural; su obra es el precedente más importante de la revolución artística mexicana, a la vez que opera como un puente entre dos situaciones históricas; se afirma en el siglo xix al asimilar las tradiciones más vitales, y echa cimientos en el siglo xx porque se liga al estallido revolucionario y lo expresa. No fueron los velos o las planchas de zinc o de madera, o tal o cual prensa o rodillo, o tinta o lápiz, o el editor Antonio Vanegas Arroyo los que determinaron el estilo, el carácter y el sentido del arte de Posada. Quien determinó el espíritu de su obra gráfica, la originalidad de su expresión, fue el pueblo, el pueblo considerado como una entidad histórica viva, es decir, como creador del tiempo histórico. Con extraordinario talento, Posada fue de los artistas que trabajaron con el pueblo, para el segmento más dinámico del pueblo: las clases en ascenso. Servir al pueblo, artísticamente, significa calar en lo emergente, en lo aún inédito y expresarlo con certeza, con verdad, de manera tal que en vez de oscurecer, desviar, deformar o tergiversar determinadas esencias, la cosa creada revela las más profundas, las esencias principales y sirve a los individuos para adquirir conciencia de ellas. Como mecha encendida, la obra de Posada corrió por diversos estratos sociales en su tiempo y más allá de su tiempo. Fue su total fidelidad de clase lo que dio libertad a Posada. Uno de los atributos más sobresalientes de Posada fue su condición de artista libre; no libre para sí, mezquino anhelo subjetivista; no libre para servir a las clases privilegiadas, sino libre para estar con su arte dentro de la masa. Eso se debió al desarrollo todavía primario de la sociedad mexicana y a que, en general, las tensiones sociales del mundo no habían llegado a lo que Jean Paul denominó “la guerra caliente” entre las culturas. El arte y la cultura no eran tratados como “quintas columnas que el enemigo trata de introducir entre las propias filas”.
Posada fue hijo del panadero Germán y de Petra Aguilar, que se casaron en 1830, teniendo él veintinueve años y ella quince. Posada tuvo cinco hermanos y un medio hermano, hijo habido fuera del matrimonio por Germán. Éste y su mujer fueron analfabetas; pero José Cirilo, doce años mayor que José Guadalupe, fue preceptor en la escuela municipal de primeras letras del barrio de San Marcos, en la ciudad de Aguascalientes. En ese barrio nació Posada el 2 de febrero de 1852. Apenas adolescente, por iniciativa de José Cirilo, comenzó a atender a un grupo de párvulos. Recordaban sus coterráneos que ya por entonces entretenía todo tiempo posible en dibujar, copiando estampas de santos o barajas y retratando a los pequeños. También hacía láminas explicativas para diversas materias. Esta inclinación y la necesidad de aplicarse profesionalmente al dibujo lo llevaron a tomar las primeras clases formales con Francisco Semería y Antonio Varela en la Academia de Artes y Oficios del estado. En esas clases se ponía gran interés en la habilidad caligráfica. Basándose en prototipos litográficos franceses se trataba de resolver una representación fiel de las cosas con el menor número de trazos. Para Posada estos ejercicios no ofrecían dificultad alguna; retratos o caricaturas fluían de su mano sin torpeza ni grosería.
No se sabe si fue el tipógrafo y político liberal José Trinidad Pedroza (1837-1920) quien llamó a Posada o fue éste quien se acercó en 1868 a solicitar un trabajo acorde con su afición en una de las mejores imprentas del país; lo cierto es que a los diecinueve años, en 1871, ya era el caricaturista de planta de El Jicote, “periódico hablador, pero no embustero, redactado por un enjambre de avispas”. Este semanario, con su tirada de ochocientos ejemplares, fue para Posada escuela de arte y de sociología, y Trinidad Pedroza, maestro, amigo y al fin socio. El avezado impresor lo inició en las más avanzadas ideas progresistas y también en la litografía y el grabado en madera que él mismo había practicado en la imprenta El Esfuerzo, de su tío, el activo liberal José María Chávez. El trabajo de Posada en la imprenta litográfica de Pedroza no se constriñó a la caricatura política de trazo afrancesado, muy en boga desde mediados del siglo xix; se ocupó además de producir imaginería religiosa, viñetas para cajas de cigarros y cerillos o anuncios para espectáculos populares. Contando con José Guadalupe Posada, Pedroza decide instalar una sucursal en la ciudad de León, Guanajuato. ¿Quiénes podían ser los principales clientes de un taller de imprenta y litografía? Los industriales y comerciantes, y a ellos estuvo dirigida una circular por medio de la cual Pedroza y Posada se ponían al servicio de una clientela que sabían próspera y urgida de impresos como tarjetas de felicitación, diplomas, anuncios, viñetas primorosas para cajas de diverso tipo, imágenes religiosas. El negocio funcionó muy bien y Posada decidió consolidar su existencia contrayendo matrimonio el 20 de septiembre de 1875 con María de Jesús Vela, quien contaba dieciséis años. Fue padrino su hermano Ciriaco, cuatro años menor que él. Su padre ya había muerto y aún vivía su madre. En 1876 los socios decidieron separar intereses y Posada se quedó como único dueño del taller de León. Su prestigio de hábil litógrafo y notable calígrafo habilísimo para las filigranas aumentó, y en enero de 1884 lo encontramos dando clases de litografía en la Escuela de Instrucción Primaria de León, con sueldo mensual de quince pesos, a la vez que cumplía con crecientes pedidos de iglesias, particulares, comerciantes y editores de publicaciones como Fray Gerundio, La Patria Ilustrada, El Pueblo Católico, Revista de México y otras, a las que quizás se ligó a través del publicista y editor Ireneo Paz. Para esas ilustraciones en periódicos solía usar el grabado en relieve sobre metal tipográfico.
El 18 de junio de 1888 la ciudad de León, tras dos días de tempestad, quedó sumergida en metro y medio de agua. Dos mil 232 casas quedaron destruidas, veinte mil personas perdieron sus hogares y entre los cientos de muertos hubo parientes del grabador. La prosperidad de la etapa leonesa quedó cortada de tajo por el abatimiento y la miseria. Debido a ello Posada decidió abandonar Guanajuato. Para el 28 de octubre de 1888 Posada está instalado en la Ciudad de México, donde el consumo de imágenes era enorme en varios sectores de sus 350 mil habitantes. Más del ochenta por ciento de la población del país era entonces analfabeta, pero leía en las figuras impresas los sucesos de una época rica en movilidad social. Posada se insertó en el primer auge de la prensa obrera y de los impresos de amplio consumo popular, como calendarios, cancioneros, hojas volantes, cuentos, recetarios, modelos de cartas de amor, anecdotarios, ejemplos, juegos de salón, silabarios, carteles de teatro y circo, naipes, planos, anuncios comerciales, sucedidos, programas de corridas de toros. Entre todos destacaban los corridos y las calaveras.
La llegada de Posada a la capital quedó documentada en una nota aparecida en el periódico La Juventud Literaria, donde colaboraba Ireneo Paz:
Los dibujos que publicamos hoy en la segunda parte de la última plana de nuestro semanario son debidos al magnífico lápiz del joven cuyo nombre encabeza estas líneas (José Guadalupe Posada). Nuestros lectores deberán admirar cuánta idea, cuánta imaginación tiene el apreciable joven Posada, quien en sus ratos de ocio ha dibujado cosas pequeñas que no son ciertamente lo mejor que él hace. Mucho nos complace dirigir elogios a quien lo merece, adivinamos en Posada al primer caricaturista, al primer dibujante que tendrá México. Próximamente esperamos dar una obra maestra de él, la que esperamos merezca los elogios de la prensa y de los inteligentes. Por ahora felicitamos cordialmente al señor Posada deseando siga adelante en el divino arte a que se ha dedicado.
Mas no hubo elogios de la “prensa” ni de los “inteligentes”; hubo, sí, un trabajo sin fin, lejos de la élite, hecho según testimonios con enorme gusto. La creciente demanda, pésimamente remunerada, le impuso un ritmo de producción similar al de uno de sus antecesores y, de hecho, último maestro suyo: Manuel Manilla (nacido en la Ciudad de México en 1830), grabador que había adoptado, para apresurar la ejecución de las estampas, el buril de tallas múltiples llamado velo que, al producir una rica gama de grises, modificó el valor estético de las gráficas, suplantando la solidez del trazo por efectos nebulosos, delicados y minuciosos.
Dentro de la máxima humildad Posada instaló un taller que primero estuvo en el número 2 de la Cerrada de Santa Teresa, hoy calle del Licenciado Verdad, y después en la cochera del número 5 de Santa Inés, hoy calle de Moneda. El escritor Rubén M. Campos, que lo conoció, lo describe como un hombre corpulento y rechoncho de tipo indio puro, y de una enorme agilidad y precisión manual, que no necesitaba de dibujo previo para obtener una composición limpia, eficaz y equilibrada. La gráfica europea romántica y realista, la producida en México en décadas anteriores, más la incipiente fotografía, fueron asimiladas, transformadas y reinterpretadas por Posada para impregnarlas de urgencia y comunicabilidad. Sus imágenes eran para el día, para una función inmediata. Posada dependía de un público preestablecido, con el cual se relacionaba a través de los editores e impresores. Cada mañana hacía su ronda por las imprentas cercanas a su taller o a su domicilio (vivía en una vecindad de muchísimos cuartos en el número 6 bajos de la Avenida de la Paz) preguntando si necesitaban grabados; si la respuesta era afirmativa ahí mismo sacaba sus herramientas y dejaba resuelto el cliché con retrato, viñeta o ilustración. De vez en cuando reforzaba la publicidad directa con anuncios impresos, como el que apareció el 31 de mayo de 1892 en el semanario El Fandango: “José Guadalupe Posada tiene el honor de ofrecer al público sus trabajos como grabador en metal, madera, toda clase de ilustraciones de libros y periódicos. Igualmente ofrece sus servicios como dibujante de litografía.”
Posada no fue un ente anónimo; casi toda su producción está firmada con rúbrica inconfundible, y la divulgación de su obra fue incomparablemente mayor que la de sus contemporáneos académicos: Félix Parra, Leandro Izaguirre, José Jara, José Ibarrarán y Ponce, Gonzalo Carrasco Espinosa, ligados a Europa por unos vasos comunicantes que ni siquiera se les ocurría actualizar, y a los que se aferraron parapetados medrosamente en la Escuela Nacional de Bellas Artes, situada a unos pasos del taller de Posada, cerrado para siempre a partir del 20 de enero de 1913, día en que murió, viudo ya, sin dejar descendencia. Fue, en la capital del país, un pobre más que caló la realidad de su hora desde la atalaya del artesano. A su entierro no asistió ni Antonio Vanegas Arroyo, su principal editor, quien vino a enterarse de la desgracia tres días después de que Posada descansaba en una fosa de sexta clase. Transcurridos los siete años reglamentarios nadie reclamó sus restos y el genial artista pudo por fin descansar a gusto, cómodamente entre sus iguales, en la ilustre fosa común.
Publicado en La Jornada Semanal el 10 de febrero de 2002