Mi amor es mi peso / Opciones y Decisiones - LJA Aguascalientes
22/11/2024

 

 

Amor meus pondus meum, es una frase feliz de San Agustín, extraída como gran síntesis de aquella fuerza vital que invade, abraza y comprehende toda mi motivación para actuar. Somos seres en continuo movimiento y expansión, que no estamos sujetos a las fuerzas ciegas del destino, sino que tenemos el combustible supremo de la libertad, como propulsor de nuestro pasaje por este Universo hecho de tiempo y espacio, prácticamente infinito, porque se desdobla en interminables mundos, soles, estrellas y galaxias en expansión.

No es concebible el universo sin la energía y, gracias a las conquistas de la ciencia –en todos sus órdenes- cada día vamos robándole un poco más a los secretos de la constitución de esa cosa que indebidamente llegamos a despreciar y que llamamos materia. Sí, somos seres materiales y no es la única tónica distintiva de una chica muy famosa que así se hace llamar. Esa pesadísima separación entre materia y espíritu que pervadió en los cánones de una ética medieval, fue extraída inapropiadamente y de manera inexacta de la cosmovisión clásica del pensamiento: el espíritu se opone a la materia; la materia encarcela al espíritu; hay que reprimir lo material para que luzca en su esplendor lo espiritual. ¿Le suena conocido?

Pues bien, esa cruda y falsa separación dual entre materia y espíritu produjo la visión dicotómica de nuestra propia naturaleza humana. Somos, por un lado, cuerpo material y por el otro somos espíritu, alma inmortal. La dignidad única es la de esta última, lo otro, lo sobrante, la materia es indigna, despreciable y urgida de represión y redención mediante su negación, su castigo, su rechazo, su sometimiento. Para ser bueno, hay que negar los requerimientos del cuerpo; en cambio hay que alentar los vuelos inmateriales del espíritu. Y así, anduvimos caminando como seres partidos, dicotómicos, cargando el pesado lastre de nuestra “parte” indigna, inmunda, sucia, impura. ¿Le evoca algunos ecos?

Decíamos que somos, al final de las cosas, energía; pero, no una fuerza bruta y desencadenada; estamos informados por la inteligencia y por algo aún más maravilloso, la capacidad de afecto, de sentir y compartir emociones, pasiones, sentimientos, atracción amorosa; elementos de nuestra naturaleza que nos dan e informan de personalidad, identidad, unicidad de mente, de corazón y, al final, de fuerza energética para ser nosotros mismos. Lo más importante, poseemos el indescriptible poder de elegir lo que somos y lo que queremos ser y comportar con otra, con otro, con los demás.

Ya con estas afirmaciones, posiblemente nos queda claro, entonces, la importancia de una afirmación como la de San Agustín: “mi amor es mi peso”… (- do you get it?). Algo así como la fuerza de arrastre de la gravedad que, tratándose de la materia, es una ley todo poderosa, atrae hacia sí, hacia el centro, hacia el núcleo más intimo del ser todo lo que gravita a su alrededor. Allí donde la materia y el espíritu se fusionan de tal suerte que son inseparables. Dicho de otra manera, para ser lo que somos aquí y ahora, es absolutamente indispensable que el espíritu informe a la materia y que ésta le dé posibilidad al espíritu para que se haga presente en este universo de espacio y tiempo; de otra manera no es posible la emergencia de la vida inteligente, de la espiritualidad, de la afectividad amorosa. En verdad, como dicen los clásicos, como un espíritu encarnado.

Por lo tanto, hablar del espíritu infundido a la materia no hace a ésta menos digna o un mero dispositivo desechable, que se desconecta y se tira a la crucial hora, la Hora Cero de la muerte. Quizá ya para este momento, la cabeza le gire a la velocidad del pensamiento y se percate de la enorme trascendencia que estas verdades tienen para su existencia personal.

Si de definir o elegir una Ética se trata, elijo gustosamente la profunda intuición de San Agustín, porque finalmente eleva la discusión al nivel más alto de la comprehensión humana: el peso de nuestro amor nos arrastra, y más aún, el peso del amor por el Ser que me creó, me arrastra hacia sí, con fuerza indescriptible, porque es la energía pura que da sustento, gravitación universal genuina y verdadera a todo lo que existe.


Bien, pues de esto hablamos cuando hablamos de elegir una Ética. Y en la entrega pasada, yo dejé en pausa la sugerencia por una ética que, de nueva cuenta y con enfoque profundamente agustiniano –desde mi punto de vista- propone el padre Miguel Concha Malo cuando afirma: “El principio que debiera ser transversal a toda ocupación y especialidad profesional, dígase universitaria o social en general, es el  principio de la dignidad de la Persona Humana, y ésta en el contexto de la crisis generalizada de la civilización actual”.

El comportamiento de los políticos, de las autoridades de Estado constitucionalmente constituidas, de los hombres de poder económico, cultural, religioso, informativo, académico o cualquiera que desde su ocupación particular es factor de poder real en la sociedad, debiera estar imbuido por este irreemplazable principio de la “dignidad humana”, porque de él dimana precisamente esa esencia única de la que hablamos, el hombre y la mujer son espíritus encarnados y, en ellos, nada es despreciable, ni su cuerpo, ni su materia, ni su presencia y estancia en el tiempo y en el espacio universal.

Porque la materia es condición de presencia en el Universo, y éste es digno repositorio de la mente humana capaz de pensar, elegir y amar. No sopesar este enorme peso de la “dignidad humana”, es trivializar todo el concurso y la trama energética del universo en que vivimos y somos. Si la mecánica cuántica nos está enseñando que las sub-partículas energéticas se comportan de manera indescriptible, como recién se descubrió con el “Bosón de Higgins” que hace posible la “creación” de masa de las partículas subatómicas que son energía pura, para “frenarlas” un poco y hacerlas manifiestas en el tiempo y en el espacio; o que dos de ellas pueden actuar simultáneamente de la misma forma y con las mismas características a distancia impensablemente abismal la una de la otra, entonces podemos intuir la verdad insondable de la importancia que está adherida a “la dignidad humana”. Una tal que exige el respeto irrestricto e inviolable de su derecho a ser, a seguir siendo, a existir y a seguir existiendo.

No acatar este principio que el mismo Universo inscribe en su ser como tal, es haber errado en absoluto la propia razón y justificación para haber aparecido en él.

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