El mexicano no cree en la muerte, y no se cansa de representarla de uno y otro modo. Como con el sexo y otros tantos menesteres de mayor, igual y menor valía, no tiene empacho en ir a caballo entre dos actitudes más o menos contrapuestas. Una es aquélla que pregona a los cuatro vientos y que presenta como pasaporte escandaloso ante la extranjería estupefacta: fiesta, borrachera, comida, colores, flores, dulces, representaciones de cráneos, desfiles, mercadillos sui géneris, catrinas, epitafios burlones en verso, risas, chistes, altares paganos, símbolos cristianos. El mexicano aquí viste una máscara de calavera socarrona para jorobar al vecino y a todo aquél que no comparta el mismo ánimo de fiesta, también se asegura de endulzarse prácticamente todos los sentidos hasta el embotamiento: bebidas empalagosas para toda la familia, con piquetes aguardientosos para los más creciditos, ingesta de azúcar, en forma de atole, pan o dulces, hasta niveles dignos de producir un coma diabético en adultos y déficit de atención e hiperactividad en infantes y asalto de colores que ponen a prueba las capacidades de la retina humana. El teatro de la muerte, que da funciones una sola vez al año, los dos primeros días de noviembre, presenta gratas representaciones que cuentan con la asistencia devota del respetable nacional y con las caras sorprendidas del forastero. Además, de unas décadas para acá, hay que sumar la presencia e influencia, crecientes, del jálogüin anglosajón, que increpa a los chovinistas y los envalentona con sus argumentos paradójicos de purismo sincrético. Como representación, la muerte provoca risas, risotadas; como personaje, da confianza y seguridad para tutearla; como marioneta, dan ganas de hacerla bailar al son que uno quiera; como máscara, vemos a través de sus ojos los sustos que provoca; como golosina, provee dulces sensaciones de antropofagia simulada.
El mexicano, hasta aquí, se ríe de la muerte, la ve con desenfado a la cara, la aprecia, la quiere. La muerte como representación le resulta divertidísima. Los mexicanos creen que las representaciones que hacen de la muerte son sus actitudes ante el hecho de morir. Sí, se ríen de la muerte hasta que se les muere una mascota y luego andan por ahí como Magdalenas desatadas; y si el fallecido es un ser humano y se trataba de alguien querido, por supuesto, la cosa se pone peor. Entonces la simpleza picaresca y chocarrera desaparece y da paso a la solemnidad fatídica y lúgubre. Ya no hay festividad burlesca, irreverencia e ironía, sino sentir hondo y manifestación melodramática; no hay calacas ligeras y bailarinas, sino caras largas, graves y calladas. En otras palabras, los mexicanos –en especial los antropólogos, sociólogos y etnólogos– confunden, mezclan, sustituyen las representaciones culturales de la muerte con la actitud mental ante ese tipo de acontecimientos.
Si no cree que sea de esta manera, lo invito a hacer un día una prueba en una funeraria, saque una calaverita de barro con mandíbula móvil y entretenga a los dolientes como un ventrílocuo con chistoretes sobre el cielo y el infierno o, si la concurrencia en el velorio es de prosapia culta, con algún entremés cervantino o ya de plano con la famosa escena dubitativa de Hamlet; o saque una calaverita de azúcar, de buen tamaño, y ofrézcala entre los afligidos –un terroncito para el café o te, una mordidilla para marear el hambre, una lamidita para satisfacer la curiosidad–, verá que se gana varias mentadas de madre, si no es que cosas peores.
Si entre sus planes próximos está adoptar un mexicano, tenga en consideración lo dicho líneas arriba, llene sus bolsillos de dulces baratos, por si le sale algún pedinche en el camino, y siga los siguientes pasos.
Primer paso: para no increpar el gen azteca que todo mexicano cree que lleva dentro, consígale un kit de sacrificios –el básico incluye sólo una plancha de piedra y un cuchillo de obsidiana, pero hay otros con más accesorios (doncellas, corazones, etc.), de mayor precio, claro–. Los mexicanos creen que su supuesta actitud irónica ante la muerte proviene de las cosmovisiones prehispánicas, los sacrificios humanos, pues, serían parte del mismo guión chistoso e hilarante, una especie de comedia de pastelazo. Deje pues que su mexicano sacrifique cuanto ser vivo se le ponga en frente, algún día se aburrirá.
Segundo paso: los mexicanos padecen de fetichismo crónico, es decir, no bastan para su inmenso catálogo de miedos y angustias los tres fetiches con ce (crucifijo, calavera y calabaza), por lo que se recomienda incorporar al inventario de absurdos sobrenaturales los siguientes objetos animistas: muñecos vudú, patas de pollo, gatos disecados, frascos con lágrimas, collares de prepucios y pulseras de ombligos.
Tercer paso: sea práctico, por salud mental, ayude a su mexicano a abrazar sin cortapisas las usos y rituales ancestrales y actuales, propios y extranjeros, sobre el asunto que sea –navidad, año nuevo, etcétera–, de verdad, no pasa nada. Quién sabe, quizá con el tiempo su mexicano se anime a salir del clóset y acepte en público las filias gringas que niega a toda costa.
Preguntas frecuentes: ¿El mexicano es mortal? Sí. ¿La muerte es mexicana? No. ¿La muerte es mortal? Depende.