La estética del disloque: Juan José Arreola - LJA Aguascalientes
22/11/2024

En 1980, Juan José Arreola visitó el Museo José Guadalupe Posada, en Aguascalientes, para la serie Vida y Voz, que durante varios meses transmitió Canal 9, el otrora canal cultural de Televisa. Durante esta visita, Arreola retoma muchos de los conceptos que había escrito, en 1952, en el artículo que enseguida publicamos.

“Soy una mera contingencia”, dijo Arreola en la televisión, para señalar su afinidad con Posada. Volvió a la concepción de la estética del disloque: “El arte de Posada consiste en que siempre se le pasa la mano, es el gran artista de la estética del disloque, las figuras están casi siempre dislocadas, sean calaveras o no, como los siete pecados contra un hombre solo.”

De igual manera, treinta años después de publicar su artículo, reiteró su concepción en torno al blanco y negro de Posada: “papel blanco, tinta negra, el blanco para mí es el calzón blanco de manta del pueblo y el negro es la chistera y la adelita… No vamos a ser tan elementales, pero lo negro-negro de Posada y lo blanco-blanco de Posada, que contrastan tan maravillosamente en su obra casi total, porque en Posada hay muy poco color, sólo unas cuantas portadas o algunas ilustraciones, tienen fondo de color para sus negros, entonces, sí se da la idea del bien y del mal.”

AGUSTÍN SÁNCHEZ GONZÁLEZ

Ante la estridencia ambigua de Posada, que es a un tiempo manicomio, golpe contuso, pesadilla y licencia, el mismo López Velarde se sintió desconcertado. Un día dijo a un amigo suyo: “En los monos de este hombre hay algo mío que está puesto en captura.”

Grabador a sueldo en el taller de Vanegas Arroyo, José Guadalupe Posada es el artista más representativo del México porfiriano, nadie como él supo captar una estética del disloque. Esta palabra, frecuentemente aparece en los textos que Posada ilustró, expresa un arte, hecho de blancos y negros que nos golpean con eficaces puñetazos. Época de mucho casimir negro y de mucha manta blanca. El pueblo de México está separado en dos tintas y forma en los grabados de Posada un conjunto grotesco de catrines y pelados, payos y gendarmes. Es la hora que aguarda y precede a la Revolución, máximo intento de mezcla integral.

Hay el linaje de espíritus, disperso en el tiempo y en el espacio, que siempre dispone de un buen representante a la hora precisa. Suena la hora de la renovación y lo contemporáneo empieza a parecer grotesco. Las dignidades de la época comienzan a formar dignidades ridículas. Posada fue entre nosotros el encargado de captar y acentuar lo grotesco y lo ridículo.


Dejadas a un lado sus cualidades intrínsecas de artista, su profundo conocimiento del dibujo y del grabado, lo que en él nos sorprende es la violencia. Violencia que podemos atribuir a la índole de sus temas: crímenes, fusilamientos, catástrofes. Una observación más atenta y detallada nos lleva a descubrir que esa violencia radica íntegramente en el artista, en la manera tan especial que tiene de ver las cosas. El mundo deforme y contorsionado de Posada es el que rodeó a todos los hombres de su tiempo. Pero nadie sino él lo vio así, tan lleno de criaturas abyectas y ridículas. Una explicación que se basara exclusivamente en la índole personal de Posada, tampoco sería satisfactoria. No tenemos por qué pensar que el grabador mexicano se complaciera en la crueldad y en la burla.

Lo verdaderamente importante para nosotros es el hecho de que un artista tan dotado como él se haya convertido gracias a la existencia de una adecuada empresa comercial, en el espejo fiel de una época. Claro que a la frivolidad del espejo aumentó cualidades de aumento y deformación. Por un azar feliz le cupo en suerte exacerbar el ánimo de los hombres, poniéndoles enfrente la imagen de una realidad cada vez más intolerable.

El mundo de Posada es un mundo lleno de animación y movimiento. Nada más fácil que remitir la idea de fuerza a su constante expresión de movimiento. Pero nada más turbador ni más engañoso también. En el modo peculiar con que Posada trató el movimiento de sus personajes está el secreto de su arte agudo y maligno. La vida personal, y sobre todo la vida de un pueblo, es afán de continuidad, de persistencia en el esfuerzo. En cada existencia hay un ademán de voluntad que aspira a un cumplimiento gradual y continuo.

La vida quiere mantenerse en pie y trata a todo trance seguir caminando, para evitar, mediante la marcha, la caída.

Esto mismo puede decirse de cada gesto, de cada ademán personal. La armonía interna del cuerpo concibe los movimientos de golpe, con una profunda y momentánea inspiración. Nada turba tanto nuestro espíritu como la falla instantánea que viene a interrumpir el curso de una acción, un movimiento. Un ademán torpe o desgarbado nos pone a descubierto, rompe la armonía del espíritu y nos empequeñece.

Ante las diversas fases de un movimiento cualquiera, hay muchas actitudes desafortunadas. El artista de todos los tiempos suele elegir las más expresivas, las más felices. Cabría decir las más gallardas y estatuarias, las que nos dan a un tiempo la imagen viva de la acción y el móvil interior que la produjo.

El artista hace perder así su propio espíritu en actitudes propicias y decididas. Pero el cinematógrafo nos ha revelado muchas veces al detenerse súbitamente en una imagen aislada, la irrisoria o trágica inmovilidad de un personaje. Incluido en la serie de que forma parte, esa imagen desaparece ante nuestros ojos, que no la capta jamás, y compone la secuencia armoniosa del paso, del ademán, de la caída. Las instantáneas veloces que nos dan la figura del boxeador desconcertado por un golpe, del torero comprometido o de la bailarina a quien la cámara ha tomado en una mala actitud, tienen siempre esa cualidad indefinible de ser a un tiempo cómicas y deprimentes. En ellas aparece la persona humana en abandono, que privada de su equilibrio interno vive un trance supletorio de muñeco, de criatura destartalada por la brusca ruptura de su circunstancia vital.

Las criaturas de Posada son casi siempre seres en desconcierto. Golpeados por la admiración, el estupor o la muerte, pierden el dominio de sí mismos y viven esos momentos de saturación emotiva en que el destino se apodera directamente del hombre y maneja los hilos que lo mueven. La conciencia personal deja de ejercer su función intermediaria y el actor, excedido por el drama, se entrega a él con gesto de autómata.

Pocas veces ha conseguido el realismo de los grandes pintores clásicos darnos una idea exacta de la última distorsión, de la mueca lastimosa que usurpa el rostro humano en los más graves instantes. En toda representación artística hay una convivencia y estética hipocresía. Solidario con su creación, el artista la libera sabiamente del exceso de realismo. En todo caso, la inclina hacia lo trágico o lo horrible; pero la aparta naturalmente, con un movimiento instintivo, de lo macabro y lo grotesco. Estas cualidades dificultan extraordinariamente la consecución de la grandeza. Muy pocos han ido lejos por el camino de la caricatura. El arte, como la vida misma, está sustentado en convenciones.

Pero de vez en cuando surgen hombres dispuestos a romperlas. Los iconoclastas llegan siempre en el momento oportuno, cuando la vida se repite en actitudes cansadas y cuando la dignidad formalista, en el exceso mismo de su gravedad y de su atavío, comienza a ser grotesca. La moda de los trajes, al llegar a extremos ridículos, ha traído consigo la necesidad urgente de devolver al cuerpo humano sus líneas ocultas. Nunca como entonces se siente la nostalgia del desnudo. Y muchas veces se experimenta la necesidad de manifestar el esqueleto. En la hora más suntuosa de la decoración personal, bajo las suntuosas galas y los armazones deformantes, suena oscuramente en la conciencia humana el momento homo con insidioso acento y esa voz oscura suena siempre en los labios del pueblo. Posada parece haber recogido algunas notas de la Danza Macabra. Y con el mejor cinismo, interrumpió de golpe la continuidad de las convenciones.

Supo detener los gestos de su época, en los peores, los más desafortunados momentos. El cinismo de Posada declaró una especie de “estado de sitio” donde sólo contaron los valores finales, en la densa proclamación de la miseria humana. Despojó a sus personajes de toda gala convencional y los devolvió, íntegramente desamparados, a su esquema primitivo. El gordo, gordo; y el tonto, tonto.

El hombre de edad, burócrata y mediocre vive su epopeya risible en las aventuras de Don Chepito Marihuano. Este hombre está por debajo de sus ideales pero todavía intenta escalarlos y se cae de todas partes, del caballo y de la bicicleta; del tablado teatral y del lecho amoroso. Y sobre todo se cae de sí mismo, de sus propias piernas que una droga falaz llenó de fuerza ilusoria.

Los mejores años de José Guadalupe Posada, ilustrador de corridos, ejemplos y sucesos graves, son los que preceden a la Revolución Mexicana. La escisión que él concreta en sus dibujos anda suelta por la calle y flota en el ambiente, como una burlona marsellesa. Las gentes que Posada ve pasar por la acera, andan ya un poco alteradas, con ganas de entrar a la danza.

La imaginación popular se enciende fácilmente porque está toda llena de fuego recóndito. Ocurren crímenes y desórdenes, portentos y milagros de estirpe medieval. La Casa Vanegas Arroyo distribuye en la calle sus hojas multicolores, que tienen acento de proclama revolucionaria.

Desaforados muchachos pregonan “el horrorosísimo crimen del horrorosísimo hijo que mató a su horrorosísima madre”. En esas hojas sueltas que son sucesivamente patrióticas, sanguinarias, morbosas, devotas y anticlericales el pueblo desconoce su propia paz y su dislocada conciencia.

Entre otras muchas excelencias, Posada logró siempre, con arte admirable, la caracterización de los comparsas. Sus grabados valen tanto por los protagonistas como por esas mujeres y hombres testigos, que están ahí, en coro de bobos, viendo ocurrir el crimen, el accidente ferroviario o el incendio. Y el pueblo tuvo que sentirse aludido, porque masa compacta y miserable estaba rodeando también un suceso más real e inadmisible.

Bastó que un espectador se decidiera a intervenir en el drama, para que se iniciara todo un proceso de renovación nacional. Y fue indudablemente esa plebe de sombrero de petate, la que hizo caer de las viejas cabezas los bombines, las chisteras y los sombreros montados.

José Guadalupe Posada sólo puede ser apreciado en su justa medida cuando se le considera como un artista revolucionario, verdadero precursor de todo un movimiento. El disloque de sus personajes expresa el disloque nacional.

Sin lugar a dudas, él fue quien disparó los primeros balazos de la Revolución, en sus crispantes “fusilamientos”. En los antipáticos policías y en los ridículos funcionarios hay un ademán de protesta y una petición de justicia. El rostro de los condenados a muerte, donde ya el cadáver se avecina, tiene el patetismo estoico de los futuros cabecillas. Aunque sea sin razón, provisionalmente, los corridos del grabado celebran ya a los fusilados y se aprestan a convertir en héroes a todos los perseguidos por justicia.

José Guadalupe Posada dibujó el cuerpo humano en actitudes casi siempre despiadadas. De todas las fases de un movimiento, eligió con negro humor infalible la más dislocada. Y la dejó allí para siempre, estampada de golpe, la privó de cualquier movimiento liberador, para que su ademán instantáneo quedara clavado frente a la eternidad manifestando un ser deplorable, en plena dislocación.

Buen pintor de calaveras, supo hallar y reconocer en todas las partes los rasgos, los gestos y los avisos de la muerte que llevamos implícitos en todos nuestros actos. Cuando los personajes de Posada caen al suelo, caen siempre de mala manera. Y al contemplarlos sentimos que algo nuestro habitualmente erguido tiembla y se bambolea.

Publicado en La Jornada el 18 de mayo de 2003:

http://www.jornada.unam.mx/2003/05/18/sem-arreola.html


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