En su texto “Repensar los talleres literarios” (Milenio, 1 de mayo de 2012), Cristina Rivera Garza refiere: “Muchos de los talleres de creación literaria que funcionan en México desde los albores de su época moderna corresponden a modelos de enseñanza que bien podrían definirse como verticales, autoritarios, patriarcales. En ellos, una figura de autoridad, amparada ya por la experiencia o ya por el prestigio o ya por la diferencia generacional, se da a la tarea de revisar y juzgar la ‘calidad literaria’ de una diversidad de escritos de acuerdo a parámetros que se asumen como universales, cuando no transparentes o únicos. Al taller se va, según estos parámetros, para someterse, y el uso del verbo aquí no es inocente, al juicio ajeno, definido de antemano como superior e, incluso, intocable, con el fin de “mejorar” la escritura, llevándola del estadio inferior de lo no literario al estadio superior de lo literario. Refinar, perfeccionar, depurar. ¿Pero no tienen estos verbos, que se usan con tanta frecuencia para describir lo que se hace en un taller de creación literaria, ese tufillo más bien amedrentador, cuando no sadomasoquista, de las más diversas purgas autoritarias?”.
Celebrémosle a esta destacada narradora haber tocado un punto importante que había sido pasado por alto: el rancio formato de los talleres literarios. Una cuestión de la que depende, creo, el futuro de la literatura mexicana.
Rivera Garza, más optimista que yo, ha propuesto reformularlos, llamarles ahora “talleres de escrituras”, no dar por hecho que un buen escritor debe ser un buen tallerista, así como buscar e implementar una suerte de didáctica de la creación literaria. Propone además una obviedad: hacer de esos talleres sitios de lectura rigurosa, profunda; y continúa con sacarlos a la calle para mostrar a la gente la labor literaria, como si entre la multitud pudiera conseguirse la necesaria introspección que deviene en obra.
Rivera Garza lo plantea porque es parte de su terreno; la también profesora de escritura creativa de la Universidad de California en San Diego ha efectuado un muy sano y anómalo ejercicio de autocrítica que además es propositivo. Pero ella es excepción.
Concuerdo con mucho de lo que dice, pero la razón por la que a este tipo de talleres no les veo futuro es debido a que no enseñan autocrítica literaria. Esto porque es parte de un proceso, y los talleres, por lo general, no se enfocan en procesos de escritura sino en sus resultados.
Tal vez he tenido mala suerte pero, en mi experiencia, la revisión de los productos de una escritura incipiente es un proceso penoso, a veces desagradable y muy poco fructífero. Habrá a quien le parezca un camino fecundo para conocer la crítica de terceros y forjar amistades basadas en un gusto compartido, y habrá otros (como yo mismo) que consideren el “tallerear” como una moda posmoderna a la que los autores de la gran literatura no tuvieron nunca que acudir, y de haberlo hecho también los habrían hecho pedazos. Por otro lado, está la incompetencia de los coordinadores de este tipo de grupos que caen en la descalificación barata o la alabanza misericordiosa, ambos extremos nocivos para cualquier escritor novato al que lo que menos se le enseña es a reconocer sus propias debilidades y avances.
¿Pero cómo fomentar este tipo de sensibilidad ante el texto propio si los talleres, por su mismo formato, no dan seguimiento? ¿Cómo aplicar una didáctica de la autocrítica literaria más que una de la creación literaria? Porque si bien, existe la escuela de la Sogem, la Fundación para las Letras Mexicanas y hasta la licenciatura en Creación Literaria de la Universidad de la Ciudad de México, en realidad esto es poco comparado con los numerosos talleres impartidos en el interior del país. Y el resultado de la falta de seguimiento, de la escritura desordenada y sin periodicidad, cuya única guía es la crítica grupal (crítica igualmente aficionada), es que muchas veces algún asistente, generalmente el más elogiado del taller, con un puñado de cuentos o poemas se aventure a publicar (sea por recomendación, o en las tan socorridas ediciones de autor) lo que puede ser un volumen inconexo, desnivelado o un simple catálogo de estériles ocurrencias.
Tal vez el modelo de los talleres literarios no pueda mejorarse y entonces lo mejor sería abandonarlo, rechazarlo en su forma tradicional. Si algo he aprendido es que los talleres horizontales funcionan mejor que los verticales; los amigos reunidos que ya conocen la escritura de cada quien hacen sugerencias concretas, no sólo divagan o indican de faltas de ortografía. Mejor aún, tener a dos o tres escritores de confianza a quienes mostrarles nuestros textos, por separado, en distintos momentos, y tener presente siempre que la maestría de un autor radica en su poder de autocrítica, el cual se gana escribiendo, reescribiendo y corrigiendo obstinadamente, en soledad.
Si en los talleres literarios se sigue viendo al escritor novato (tenga la edad que sea) como un aficionado, si no se toman en serio la profesionalización del oficio, no se da orientación sistemática para conformar obra, y no se forman escritores exigentes consigo mismos, se seguirán escribiendo esos libros intrascendentes y frívolos que saturan los catálogos editoriales, las actas de los concursos, las páginas de crítica de las revistas; esos que han llevado a nuestra literatura a la esclerosis que poco a poco la está enfermando de autocomplacencia.
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