Un día Pepito, aún imberbe, iba a meterse a bañar cuando, fiel a la marcha biológica de cada una de sus células, se le ocurrió que podía esperar un poco antes de meterse a la regadera y entretenerse con la curiosidad de sus manos. Cinco minutos después, o segundos quizá, alguno de sus progenitores irrumpió intempestivamente y lo cogió in fraganti, Pepito sintió cómo el impulso sexual básico se le iba entre los dedos. Pepito no lo sabía, pero en ese momento recibiría su primera, y única, lección de educación sexual: primera velocidad: abstinencia; segunda velocidad: culpa; tercera velocidad: vergüenza. O sea: lo ideal sería manejar por la vida siempre en primera, forzada necesariamente; si el tráfico lo obligaba a cambiar a segunda, había que asegurarse de que tal circunstancia aconteciera cuando Pepito fuera ya mayor de edad, pero cuando eso pasara, la pierna temblaría tanto de culpa que le impediría pisar el acelerador, bien; si a pesar de lo anterior, el tránsito lo obligaba o lograba controlar la pierna trémula como Elvis o la pendiente era demasiado pronunciada y aceleraba a fondo, era seguro que la cara de vergüenza le impediría mantener una velocidad más allá de los límites por mucho tiempo. Después del knock-out de agua fría, Pepito por fin se metió a bañar, usó más jabón que de costumbre. A partir de esa noche, su conciencia y cuerpo estarían en una sintonía perfecta de suciedad culposa que le duraría hasta la tumba. Ya adulto, Pepito cree que seduce cuando paga por sexo y se frustra cuando corteja: no sabe qué hacer con lo que siente. No hay de qué preocuparse, así también son los demás. Piensa que todo tiempo pasado fue mejor, la prehistoria, el que más: un garrote y ya, listo, todos satisfechos. Para Pepita las cosas no van de diferente modo, son casi iguales que para Pepito, aunque algo peores: las sensaciones implantadas pesan tanto que la sumen en un letargo corporal de casi absoluta inmovilidad.
En público los mexicanos se presentan como donjuanes o sátiros y las mexicanas como sirenas o ninfas. En privado, ellos confunden seducción con fanfarronería y osadía con necedad y se conducen con la misma gracia de Robocop bailando vals; ellas confunden seducción con inercia y misterio con mojigatería y se conducen con la misma libertad de una afgana con burka.
Por lo anterior, si entre sus planes próximos está adoptar un mexicano, siga los siguientes pasos. De entrada sepa, amigo adoptante, que no podrá ganar la batalla contra las constricciones sexuales de su mexicano; a lo más, sólo podrá aprender a sobrellevar y administrar sus diversos tipos de culpa, especialmente el que se hace presente entre suspiros y sábanas.
Primer paso: el código de conducta sociocultural del mexicano exige un doble lenguaje en estos menesteres. Evite las siguientes palabras, es más, elimínelas por completo de su vocabulario, no vaya a ser que se le vaya la lengua y sonroje o incordie a más de uno o una: vagina y pene, principalmente –note, estimado lector, que hasta al nombrar los genitales respeto el orden de la corrección política–, pero también senos, nalgas, testículos, labios, glande, clítoris, menstruación, coito, vulva, óvulos, ovarios, erección, pelvis, prepucio, condones, anticonceptivos, espermatozoides, eyaculación, orgasmo. En cambio, las pautas de conducta sexual del mexicano muestran que sí puede utilizar todos los diminutivos cursis y los alardes albureros, con esos usos lingüísticos no hay problema, recuerde que la manipulación de palabras y expresiones es una especie de lubricante social que permite que los mexicanos se reproduzcan –es decir, que supervivan– sin mácula en sus conciencias y sus almas.
Segundo paso: todos los problemas sexuales de los mexicanos se reducen a uno solo, que se mueve en uno u otro sentido según se hable de hombres o de mujeres: por un lado tenemos exceso de libido; por el otro, falta de ésta. Le recomendaría que sugiriera –indirectamente, claro– a su mexicano o mexicana que realice ejercicios de respiración, modernos o ancestrales, que invocaran y prolongaran el placer; o que mediante la masturbación trabajaran en las habilidades del cuerpo para llegar más lejos o para venir más temprano; pero nada de esto servirá con su mexicano, mejor vaya y consiga unos placebos en la farmacia o una infusión con algún yerbero de mercadillo y alegue que poseen toda clase de propiedades y poderes de desproporciones anatómicas; tendrá más éxito que con cualquier otra técnica.
Tercer paso: aunque nadie niega el atractivo y utilidad de las bimbos del mundo anglosajón –ya sabe, mujeres blancas de moral e inteligencia distraídas–, la conducta sexual que produce la moral católica no tiene desperdicio: toda la carga prohibitiva que el catolicismo le impone al cuerpo lo erotiza aún más, lo que no hace sino aumentar el misterio, el hechizo y el deseo. No pretenda imponer a su mexicano otras morales austeras o comportamientos psicológicamente ecuánimes, no libere a su mexicano de su sexualidad ataviada de catolicismo remilgoso, mejor aprenda, junto con su mexicano, a darle otros usos a esos látigos. Con el tiempo aprenderá los modos y mañas de la conducta sexual católica y verá que se produce una paradoja deliciosa: el sexo siempre es sucio.
Preguntas frecuentes: ¿El mexicano hace el amor? Sí. ¿El mexicano tiene sexo? No. ¿El mexicano coge? Depende.