El escritor Ernesto de la Peña denunció que México vive una “realidad invadida por el crimen” y aseguró no recordar “un momento de crisis más grave que el actual”. Declaración emitida con motivo de la recepción del XXVI Premio Internacional Menéndez Pelayo 2012, que otorga la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) y el Colegio de México (Colmex), durante una ceremonia realizada en el Colegio de México, desde la Sala Alfonso Reyes, para ofrecer, en reciprocidad a tal distinción, la conferencia magistral titulada “Las realidades en El Quijote”, la cual fue transmitida hasta el Palacio de La Magdalena, en Santander, España. (Notimex. Publicado: 06/09/2012 16:50)
El Maestro de la Peña (Ciudad de México, 1927) posee un vasto curriculum como escritor, filólogo, traductor y miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua; conocido también por ser ensayista, cuentista, poeta y políglota. Abrevó sus primeros estudios de Letras Clásicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde se formó sobre los filósofos presocráticos, la filosofía de la ciencia, lengua y literatura rusa, árabe, sánscrito y lingüística indoeuropea.
Ante esas realidades que ve desde las ópticas diversas del Quijote y Sancho, y abordado por los periodistas, abogó por combatir la “falta de solidaridad y espíritu social” que a su juicio existe en el país e impide su crecimiento a todos los niveles. Y una más, que considero digna de particular reflexión: actualmente “la cultura es el patito feo de la historia”, y afirmando enérgicamente que es “maravillosa”, se preguntó a cuánta gente “le interesa de verdad”.
Su conocimiento en distinto grado de 33 idiomas, incluye el sánscrito, el hebreo, más el latín y el griego de los que es versado traductor. Notación que me permite ahondar un poco sobre esa línea filológica que tiene mucho que ver con la lingüística y la hermenéutica, sobre las que sin duda también emite su profunda queja: ¿a cuánta gente le interesa de verdad?
Si advertimos que dedicar un interés vitalicio a esas lenguas madres, como pudiéramos llamarlas, puesto que de ellas deriva un torrente de nociones, conceptos y sobre todo palabras fundantes de la civilización que somos hoy en el siglo XXI; ello nos sitúa en la condición de entender mejor el significado de su invaluable servicio para todo hombre y toda mujer contemporáneos. Sin esos vestigios lingüísticos, habríamos perdido la razón de ser como portadores de la civilización occidental cristiana que somos.
El prejuicio, incluso el menosprecio y el olvido actual de la cultura, proviene en gran medida por la soberbia entronización del cientificismo emergente hacia fines del siglo XVIII e imperó el XIX con el Positivismo, exaltado hasta la invención de la bomba atómica el pasado siglo XX. El propio materialismo histórico dialéctico y ateo la subordinó a las leyes de las relaciones sociales de producción económica y al condicionamiento de la hegemonía del poder político. Tuvo que aparecer en la escena del ámbito marxista un genio excepcional del análisis de la cultura como Antonio Gramsci (1891-1937), para restituir el sitio insustituible de la Cultura en las esferas de relación humana: la económica, la política y la cultural. A las que logró interpretar en su función específica propia sin supeditar la una a la otra.
La Cultura es la esfera de la representación simbólica, del significado, del sentido y, por tanto, del conocimiento en cuanto que tal; no se confunde con la esfera de lo útil que es la económica, ni se supedita a la esfera del poder de dominación social que es la política; pero, es capaz de matizar o colorear a ambas desde su proyección simbólica: ¿Qué sería de la moda, sin la cultura? ¿Qué sería del diseño industrial y gráfico, hoy cibernético sin ella? ¿Qué sería del poder tripartito de la política, sin la simbología que los distingue: la presidencia, la justicia, la legislación? ¿Qué sería de la Política sin el discurso? ¿Qué es más importante: ser presidente o comportar vital y eficazmente los símbolos de la presidencia? ¿Qué sería del vestido, el transporte, el teléfono, la gastronomía, el espacio habitacional sin su expresión simbólica? La cultura es omnipresente; pero, más aún, es la capacidad humana de ser trascendente.
La sentida y profunda queja del Maestro de la Peña: “¿A cuánta gente le interesa de verdad? Hace aflorar el rostro subyacente de su convencido humanismo. La cultura somos nosotros mismos en cuanto que portadores del símbolo humano por excelencia, la palabra.
Y éste es nuestro punto de enlace con el mundo actual. Vivimos la orgullosa Era de la Información y del Conocimiento, utilizamos los gadgets de la sorprendente tecnología digital, nuestra civilización sería una Babel sin la comunicación cibernética. Toda una cultura endiosada por las aplicaciones de la ingeniería y mecánica cuántica. Pero, se ha preguntado usted: ¿qué sería de ella sin el signo lingüístico? Esa cadena de representaciones simbólicas de la palabra escrita o hablada?
En verdad, estamos como aquel ignorante burgués que el teatro clásico de Molière inmortalizó con ironía y sarcasmo, dado que se sentía henchido de orgullo porque descubrió que “hablaba en prosa”. Algo similar puede suceder con nuestros políticos, empresarios, científicos, profesionistas, comerciantes e incluso maestros actuales cuya apreciación del tiempo “útil” o práctico es la condición de validez para interesarse. La cultura sería algo así como un paquete gravoso por no redituar resultados tangibles.
Lo grave del asunto es que tal inmediatez y obcecada corta visión impiden a nuestros pragmáticos contemporáneos atreverse con elevar la vista a una cosmovisión. Es decir, a desafiar las certezas aparentes de lo concreto y material, para intuir el mundo de lo maravilloso que es el símbolo significante y significativo que nos reporta el sentido último de vivir y el significado inmaterial, pero real, de la existencia humana.
Ojalá, no descubramos demasiado tarde que es la palabra, como signo lingüístico, que nos vincula al espíritu humano, al mundo de las ideas, a la esfera propia de la cultura, que sólo lo es cuando es auténticamente social y capaz de solidaridad; cosmovisión que nos distingue en el Universo como el auténtico observador y cocreador de la propia existencia. Lo demás, como dicen Los Proverbios, es pura vanidad.
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