Toros / PUYAZOS - LJA Aguascalientes
21/11/2024

Cuando el calendario aproxima los días centrales de septiembre, casi todos los nacidos bajo el ardiente sol que calienta el cuerpo de este suelo con sierpes de crótalos y este cielo azul cruzado por majestuosas águilas reales, nos acordamos de nuestros fondos, nuestra esencia, nuestra savia, nuestro origen, nuestra historia y nuestro folclor. Después de que el resto del año los tuvimos inhumados en el cementerio de nuestras mentes, ahogados por la rutina y velados por pensamientos y culturas ajenas a las nuestras.

En alguna parte de todo el texto que compone el decreto que oficializó el actual gobernador del estado de Aguascalientes, y en el que declara a la fiesta brava como patrimonio inmaterial, evalúa, certeramente, a la tauromaquia y a la charrería como símbolos de mexicanidad; muy a pesar de que el concepto haya generado conflictos en ciertos sectores de intelectuales locales. Trastornos existenciales, incluso, en otros.

Este espacio, en tamaño, me parece miserable para hablar un punto sobre la profundidad del charro. Igual da como para tocar el asiento espeso de la tauromaquia.

Empero el sentimiento y el tiempo obligan a que se haga.

Como prólogo, y rogando me de el amable lector las licencias debidas, transcribiré un tramo del capítulo que el maestro y artista René Rivera dedica al folclor y a la tradición, en su rico y filosofado libro Corriendo la legua: “La palabra folklore compuesta de los vocablos; del alemán folk, pueblo; y del inglés loor, saber: sabiduría del pueblo; simboliza lo más representativo de una nación con vigencia mínima de cincuenta años para que le acrediten como tradición.

Es así, son necesarios cincuenta años de costumbre en el uso de una canción, atuendo, danza, guiso, etc., para ser incluido en el acervo cultural como parte de la idiosincrasia propia.

Producido el elemento en una época determinada, es motivo para que los descendientes encuentren su identidad, cultivando tales manifestaciones. ‘Es el folklore, el escaparate de los pueblos’.

Para entender, no sentir, privilegio único de quienes hemos vivido ambas expresiones –la taurina y la charra–, y comprender el porqué son símbolos de nacionalidad, exige ver un tanto de frente sus trasfondos históricos, sociales, culturales y hasta antropológicos.

La tauromaquia, en paralelo con la charrería, se comienza a gestar cuando se da en la recién sometida gran Tenochtitlán la primera corrida de toros, que aunque así llamada, no igual a lo que hoy entendemos como tal, en halago y buen recuerdo de cuando el bajito de Extremadura la ganó por fin para el reino de su tierra; ello sucedió, y por acuerdo oficial del Cabildo, el 13 de agosto de 1529. Así y en tal efeméride, se corrieron siete toros de los cuales se mataron dos, para rememorar con fiesta ancestral, en el día de San Hipólito pero de 1921, el sometimiento total que hicieron de los bravos aztecas aquellos dioses barbados, ambiciosos y mal olientes –Quetzalcóatl reclamando sus fueros, según la creencia de los tenochcas–.


Si alguien tiene la temeraria pretensión de saber la fecha exacta para dar oficialidad y crédito al comienzo de una fiesta y a otra, dejo en relieve el dato de que la charrería organizada despegó con la inscripción notarial de la primera asociación de charros –La Nacional– que se dio el 4 de junio de 1921 –síganse disputando el derecho con Charros de Jalisco–; mientras que la tauromaquia mexicana, después de larga y lenta evolución, puede ensamblarse con la alternativa del primer torero nacido en esta nueva patria –también maestro en el ejercicio charro–, Ponciano Díaz, hecho que aconteció en el círculo de Madrid, 17 de octubre de 1889, cuando el soberbio padrino Salvador Sánchez Frascuelo, ante Rafael Guerra Guerrita, le cedió la lidia y muerte de Lumbrero, toro quemado con la marca del duque de Veragua.

Pero existe un antecedente sumo en el origen del jinete mexicano, en donde por modos universales se enclava bajo el título de charro, como una de sus consecuencias, ya que teniendo prohibido los nativos el montar a caballo, so pena de muerte, el 16 de noviembre de 1619 el virrey Luis de Velasco, segundo de la Nueva España, concede un permiso a 22 indios para que lo hicieran con freno, silla y espuelas; específicamente en beneficio del Colegio de la Compañía de Jesús, perteneciente a la hacienda de San Javier, en el distrito de Pachuca, y como recurso para poder controlar el ganado menor que en tal sitio había y que ascendía a la extravagante cantidad de100 mil cabezas.

El tranco del tiempo fue modelando y moldeando luego su efigie y su hondura hasta convertir a ese centauro en un ser único en el planeta y que afortunadamente en la actualidad cobra vida en cada charreada, desfile o evento afín.

Y presente estuvo regando su sangre, con distintos nombres, en todas las batallas que forjaron esta patria: Independencia, Intervención Francesa y Revolución. Y hoy es segunda reserva del Ejército Mexicano…


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