Ella: tanguera de nacimiento, melodramática por vocación, ojos desamparados, miran siempre al vacío, a la ausencia, el rostro níveo trasluce inocencia y todo el campo semántico completito: pureza, ingenuidad, candidez, sinceridad, confianza, castidad, honradez, honestidad, integridad, sí, pero también una pesadumbre permanente que nadie atina a nombrar, no hace falta, el fardo es evidente y con eso basta; las cejas se alzan abnegadas, quizá buscando una respuesta arriba, en el cerebro, más arriba, más allá, se arquean de sorpresa y se congelan resignadas, para qué bajarlas, mejor dejarlas ahí, tal es su estupefacción; los labios serios, no invitan a besar –¿alguna vez lo habrán hecho?–, son vehículo de angustias y regaños, nada más, a veces dibujan una sonrisa gris y contenida, cuando la cámara lo exige; el acento en los pómulos, la mandíbula y la barba ligeramente partida refuerzan la expresión de estoicismo angelical; tanta perfección y expresión calculada la vuelven asexual, como un protozoario, como un maniquí anatómicamente incorrecto, abajo no hay sexo, no es posible; lleva el mundo a cuestas, el soundtrack de su cabeza toca constantemente un solo de violín, las angustias de los demás son de ella, las angustias de ella no son para nadie más, absorbe y calla y vive; qué le duele, todo y nada; sólo se permite un par de accesorios: los rosarios de lágrimas que cuelgan de sus ojos con la misma frecuencia que los aretes de sus lóbulos, casi siempre, incluso hasta dormida; y entonces la imagen casi imbatible e impenetrable se rompe, abandona su perfección estatuaria y anega a todos con su río lacrimógeno de verdadera tercera dimensión.
Él: humilde de nacimiento, luchón por vocación, sus ojos tienen el ímpetu de un macho mujeriego, la serenidad de un seminarista y la rigidez de un capitán, a su rostro de tez morena clara siempre lo adornó un bigotillo parco, propio de la época, simétrico, recortado, hace juego; la cabeza casi siempre lleva sombrero de hacendado o de religioso o de militar –de una de las tres clases dominantes, pues–, es emblema de su poder, exige respeto, pero es cortés; debajo, el cabello bien acicalado, se alza una breve cresta con orgullo, él es el gallo del gallinero, no cabe duda; su boca anuncia cada que puede su llegada con un sonoro y solitario grito y después canta, a veces, alegre, enamorado, carismático, pícaro, bravo, borracho; la pobreza, la dicha, el amor, el odio, la tristeza, la traición, el mundo entero, todo cabe en una vecindad de arrabal o en una hacienda de abolengo, la cosa es sacar el pecho, enseñar los dientes; es pobre en la ciudad y rico en el rancho; es a un mismo tiempo héroe urbano de la melodramática clase obrera y héroe rural con tintes idealizados de caballero andante; mejor que el marinero, él tiene un amor en cada puerta; ranchero, mariachi, carpintero, cantor, también es padre, es amante, es necio, es un buenazo; ante tales cualidades, ¿ella podría negarse?, quiere, debe, pero no puede, que mande él, justa o injustamente, quién es ella para juzgarlo.
Sin lugar a dudas usted reconoce, paisano, a quién corresponden semejantes descripciones. No hace tanto tiempo que la Novia de América y Pepe El Toro eran íconos nacionales, sus rostros y voces eran casi omnipresentes, entonces eran los epítomes de la femineidad y de la masculinidad para la cultura popular; pero en realidad se trataba de unos estereotipos absurdos y simplistas, de risa loca, suaves y endulzados, que obviaban con rasgos burdos los roles de la mujer y del hombre; una versión medieval y cursi de las complejas relaciones de pareja: él siempre reaccionaba con violencia, enojado, ella siempre con llanto, afligida. Y esas dos pulsiones primitivas constituían la educación sentimental del mexicano.
Seguro en su patria, amigo adoptante, las viejas y las nuevas generaciones tienen sus propios estereotipos, cada quien igual, chicos, medianos y grandes, con sus buenas dosis de vulgaridad; aquí no, los viejos estereotipos siguen rigiendo porque no hay quién o qué los sustituya. Por lo que le propongo que, si usted desea adoptar un mexicano, siga los siguientes pasos, para que enseñe a su corazón a sentir de acuerdo al modus operandi del machismo y hembrismo mexicanos y evite incordios con su adoptado o adoptada.
Primer paso: enséñese a desconectar su cerebro de su lengua, una vez que lo logre, aprenda a decir lo opuesto de lo que piensa, esto es primordial para lograr comunicarse con éxito con su mexicano. Así los han acostumbrado: sí es no y viceversa, nada es todo y viceversa y así sucesivamente con prácticamente todos los pares categoriales de la cultura occidental. Respete el código, viva feliz.
Segundo paso: cuando necesite algo de su mexicano o quiera que realice una acción por usted, no lo solicite directamente, sería ocioso, pues una armadura de socarronería los protege contra cualquier petición de favores, mejor piense como un Borgia y manipule sus sentimientos de culpabilidad en la dirección que usted desee, recuerde que esto los infantiliza y los pone a merced de su mando.
Tercer paso: ante cualquier diferencia, discusión o problema, llore; si las lágrimas fingidas no le dan la victoria, suba el tono de voz, saque la artillería de sandeces y la lista negra de errores del pasado; si tampoco esto funciona, desenfunde el cinto, agarre vuelo y aplíquele con ganas un par de correctivos, verá que todos duermen a gusto esa noche, lacios de desgaste emocional y físico.
Preguntas frecuentes: ¿Pedro Infante vive? Sí. ¿Pedro Infante vive? No. ¿Pedro Infante vive? Depende.