España vive en hoy en día una de los momentos más álgidos de su crisis. Las manifestaciones, reclamos segregacionistas y el desánimo que se observa en gran parte de su población, así lo confirman. Sin embargo, desde la visión de un mexicano que analiza a este país con cierto análisis crítico, no está claro si se trata de una cuestión de orden económico, político o social.
Permítanme primero empezar por lo económico; lo más obvio y, por lo tanto, fácilmente comprensible a partir de la coyuntura y la conflictividad política que se vive, para ir ubicando el elemento central de mi comentario, que se basa en la situación social de la España actual.
La economía española vivió con la transición política de los años 80 y 90, una de las mayores etapas de crecimiento y desarrollo. Nadie duda a estas alturas, el éxito paulatino que le supuso su integración a la Unión Europea; pero obviamente esa época de bonanza, no podía ser indefinida. Fue ahí como comenzó todo este desaguisado. Se expandió el crédito, se incrementó la especulación, la economía alcanzó su límite momentáneo y, como en otros países de la Unión, se inició la crisis. El resto de la historia ya la sabemos muy bien en México, sobre todo los que tenemos aún presente lo que nos sucedió en diciembre de 1994. Bancos que necesitan apoyo, gobierno sin recursos, población empobrecida y los ánimos exaltados.
La economía, cuando entra en crisis, genera desestabilización y tensiones políticas que desembocan en procesos de radicalización. Y esto es lo que está ocurriendo en España. Frente a la bonanza económica, la gente se vuelve conservadora, pero se radicaliza en sus opciones políticas cuando se descompone la economía, y surgen dos tendencias que, a veces, parecen totalmente antagónicas e irreconciliables. A una parte de la población, la razón les indica que hay que apretarse el cinturón y sobrevivir a los ajustes, mientras que otra, sólo observa en la destrucción de lo construido y en echarle la culpa al despilfarro y los errores gubernamentales, la causa de todos los males. En ambos casos, la urgencia de salir de esa situación estresante, sólo lleva a una conflictividad mayor, que se ve agravada por la convocatoria a procesos electorales adelantados de aquéllos que ven en esto una oportunidad de hacerse con el poder. Y eso es parte de lo que explica la convocatoria en Euskadi (País Vasco), Galicia y Cataluña, y la critica, que yo observo sin mucho convencimiento desde la oposición, porque sabe muy bien que el desgaste que supone la solución de la crisis es un costo que les va a beneficiar a mediano o corto plazo.
No obstante, lo que más me llama la atención de esta crisis es la parte social. España tiene varios desequilibrios demográficos que la están llevando a un deterioro más profundo que el que presenta su economía actual. Tiene una población envejecida y decreciente. Ello implica que cada vez haya menos jóvenes para sostener sistemas sociales, educativos y de salud, como los que había hasta ahora.
La España actual desarrolló tanto sus servicios sociales que la población madura, no sólo logró gozar de beneficios extraordinarios para lo que podríamos tener en México, sino vivir mejor de lo que hacía antes de jubilarse. Algo similar ocurrió con los servicios médicos y asistenciales que llegaron a ser más completos que los suecos, alemanes o franceses, quienes, en muchos casos, optaban por venir a este país a ser atendidos. Tenía que llegar un momento en que esto, impactara a nivel económico, pero también poblacional, pues implicó un incremento del nivel de vida que hacía que el Estado requiriera mayor cantidad de recursos para sostenerlos.
En el sistema educativo sucedió una buena parte de lo mismo. La población española disminuyó en la parte más baja de la pirámide poblacional, pero se siguieron manteniendo los planteles educativos, que supusieron gastos cada vez mayores al Estado. Y esto se reprodujo también en áreas tales como la administración pública local, que llegó a sostener estructuras y servicios municipales en ayuntamientos de menos de mil habitantes.
Todo ello nos lleva a concluir que al no haber un reemplazo poblacional adecuado, ni forma de que se financien los servicios sociales con una población que disminuye, envejece, cada vez es más difícil y caro el sostenimiento de las partes más altas de esa pirámide poblacional, que a su vez requiere no sólo más recursos económicos, sino también humanos, en detrimento de la producción nacional.
Sin embargo, lo más difícil de entender es que en este difícil contexto, no se haya desarrollado en España, una cultura de emprendedores que supla con una mayor producción y productividad los déficits que se generan en su población. Tal pareciera que la gente buscara que le den un empleo, pero no generarlo, y esto es lo más grave. Sin ello, la generación de riqueza disminuye y el Estado se vuelve dependiente de unas cuantas empresas que concentran gran parte de la economía española y que en muchos casos son incapaces de dar empleo a la población que lo demanda.
En España, y tal vez en México también, hace falta desarrollar más el cambio de mentalidad de sus jóvenes para hacerlos más emprendedores, proponer más políticas de auto empleo (autónomos, como les llaman en España) y apoyo a los micro y pequeños empresarios. Y es que a veces, aunque existen programas para a ello, no impulsan, en paralelo, esta cultura emprendedora, ni le dan continuidad. Eso ha hecho que en los momentos de crisis, como los que viven en España, los jóvenes se sientan más desprotegidos, más abandonados y, por lo tanto, más indignados, lo que los lleva a que se presenten brotes de reacción radical como los que hemos visto estas semanas, pero también actitudes segregacionistas, como las que se han presentado en Cataluña y se retoman en el País Vasco, a través del llamado a una consulta sobre la independencia, forma de distracción y canalización del sentimiento de frustración y desánimo de los españoles.