En 1997 se cumplieron veinte años del estreno de La Guerra de las Galaxias (Star Wars) –que en 1981 fue rebautizada como Star Wars Episode IV: A New Hope–, y para festejarlo la película volvió a los cines. El reestreno prometía mejor sonido, mejor imagen y otras ligeras mejorías; hubo mejor sonido, mejor imagen y, por lo menos, una decepcionante “mejoría”. Los fanáticos, que en este caso son verdaderos obsesivos, descubrieron indignados que George Lucas, director y escritor, hacía que Greedo disparara primero. Veamos a qué se refiere esto. La escena original presentaba a Han Solo, contrabandista que termina siendo héroe en la película, discutiendo con Greedo, un cazarrecompensas enviado por Jabba para que atrapara a Solo. Greedo apunta abiertamente a Han con su arma, Han apunta ocultamente a Greedo con la suya. Han dispara, Greedo responde, Han da en el blanco, Greedo falla, Greedo muere. La versión de 1997 es ligeramente distinta: Greedo dispara primero –fallando ridículamente a un par de metros de distancia–, Han responde y da en el blanco, Greedo muere. Es decir, el “bueno” es tan bueno en esta segunda versión que ni siquiera puede agredir a quien le apunta con un arma, el bueno, como todo karateka digno, sólo se defiende.
La respuesta de los seguidores de la saga es ya una discusión clásica acerca del derecho que tiene el director, escritor o productor de una película de modificar su trabajo. Hay incluso un movimiento llamado “Han shot first” (Han disparó primero) que denuncia el cambio como una intromisión excesiva. Por supuesto, esto le interesa exclusivamente a los más radicales aficionados; al público común le da lo mismo si Greedo disparó primero o si fue Han quien lo hizo, es más, la mayoría de las personas que gustan de la película ni siquiera han reparado en el detalle.
Recientemente dos cuadras de la calle Madero, en la ciudad de Aguascalientes, fueron remozadas. El gobierno municipal eliminó cableado aéreo, sustituyó tuberías y drenaje, amplió las banquetas, añadió un carril exclusivo para bicicletas (sí, sólo en esas dos cuadras) y enchuló fachadas. Esta cruzada por la belleza urbana no es nueva, hace ya varios trienios que administraciones municipales y estatales, tanto del PAN como del PRI, eligen su porción de centro citadino para ponerla coqueta. Los ejemplos más recientes van desde la ampliación de una cuadra de la calle Díaz de León hasta el remozamiento de un par de cuadras de la calle Zaragoza, pasando por el empedrado de la calle Carranza. Y aunque en cada ocasión el diseño específico de la remozada es distinto, no lo es tanto como para decir que el centro se convertirá inevitablemente en un pastiche digno de mofa. Es más, después de algunos años es difícil recordar qué gobernante adoptó cuál porción de ciudad. Quién mandó Cinco de Mayo por debajo de la plaza, a quién se le ocurrió hacer peatonales Juárez y Allende, quién hizo del Codo un andador, quién puso los arcos al Jardín de Zaragoza. La verdad, no importa, a fin de cuentas la ciudad es una obra colectiva.
Sin embargo, los fanáticos obsesivos no están dispuestos a dejar pasar nimiedades. Los seguidores de los presidentes municipales y gobernadores, sus fans –y no hay fan más acérrimo de un gobernante que él mismo–, no se conforman con que la ciudad luzca mejor; consideran que lo más importante es que se sepa quién firma las dos cuadras arregladas, el nuevo andador o el paso a desnivel. Y para lograrlo no escatiman esfuerzos. Basta un par de ejemplos. El primero: cuando estuvieron listas las obras de la calle Carranza, durante la administración municipal de Martín Orozco, se anunció festivamente que ese tramo tendría una doble cara: calle durante la semana laboral, andador los fines de semana. Y así fue, durante un tiempo. Sábados y domingos, los peatones éramos tales no sólo en las amplias banquetas, además podíamos discurrir sin peligro por el arroyo de la calle. Por supuesto, los conductores no teníamos voz ni voto, a pesar de que la ocurrencia de cerrar el paso a los vehículos provocaba un insufrible embotellamiento, sobre todo los sábados por la tarde. Y, si bien podríamos habernos habituado a la medida, todos sabíamos que la genial propuesta tenía fecha de caducidad: la llegada de un nuevo presidente. Y la administración también lo sabía, pues en lugar de un sistema serio para bloquear el paso a los autos y camiones, usaban unas provisionales boyas anaranjadas y cinta amarilla del tipo “crime scene-do not enter”. Por supuesto, con la llegada de Gabriel Arellano, Carranza dejó de ser la arteria consentida.
El segundo (ejemplo): ya está la Madero, ya podemos maderear de nuevo. Y, para festejar que la calle está bonita, qué mejor idea que cerrarla los fines de semana, y ahora desde el viernes. Las boyas anaranjadas regresan unos años después y unas cuadras más allá. Los peatones nuevamente podemos arrebatar por unas horas la calle a los conductores. Y aunque esto podría llevarnos al terreno del déjà vu, hay diferencias importantes –ahora a las boyas las acompaña una cadenota en lugar de la linda cinta policial, y el cierre no es sólo para caminar, ahora se montan espectáculos y toda la cosa–. Eso sí, los conductores nos fregamos otra vez, ahora los viernes por la tarde la esquina de Zaragoza y Madero es el caos para quienes manejamos. Por qué no se hacen los espectáculos en la esquina de Allende y Juárez (que es una zona peatonal), o en la Plaza Fundadores, o en el Parque Tres Centurias, o en el andador frente al Teatro Morelos; sencillo, porque eso no fue arreglado por la administración actual.
El debate sobre quién disparó primero, si Greedo o Han, no importa, por lo menos no le importa a la mayoría de las personas. Sólo los seguidores de hueso colorado, los obsesionados, dedicamos tiempo a tal nimiedad. En realidad, la película es un todo que sobrevive a los parches que su creador insiste en imponerle. Saber quién fue la cabeza del gobierno cuando se realizó tal o cual obra no importa, por lo menos no nos importa a los ciudadanos comunes. Sólo los obsesionados con su imagen, con su futuro político, con su currículo ideal dedican tiempo a tal nimiedad. La verdad es que la ciudad es un todo que sobrevive a sus dirigentes y los olvida con facilidad. n
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