El mexicano es reservado y desconfiado de los demás salvo cuando se ve cobijado por el manto de la oscuridad. Ah, entonces, el espíritu lenguaraz se desata como caballo desbocado, los verdaderos sentimientos afloran y las manos revolotean en Braille, nerviosas ante la posibilidad del contacto crudo con la piel ajena y próxima. La oscuridad pública, en especial, le provee al mexicano la seguridad, la firmeza y el arrojo que no se atreve a asumir ni ejercitar a plena luz. Inseguro por naturaleza, cuando el mexicano se expone a la vista de todos, al examen público, recurre como es natural a la mentira como mecanismo de defensa ante tanta desnudez. Igual que el emperador del cuento, el mexicano viste cada día un traje nuevo confeccionado con finas telas de mendacidad. Note usted estimado lector, y próximo adoptante, la inversión de categorías occidentales realizada aquí en sólo 500 años: la luz expone, por lo tanto hay que cubrirse; la oscuridad protege, por lo tanto hay que descubrirse. Contrario al mundillo cristiano, en el cosmos mexicano la verdad no está en la iluminación sino en las tinieblas –uy, turbulencia teológica, pregunta a don Ratzinger: ¿eso los vuelve unos renegados de la luz, como el innombrable caricaturesco de cuernos y cola? (nota al editor: favor de publicar respuesta en cuanto llegue).
Bajo la luz delatora del sol o de un foco de 60 watts, el mexicano no se siente a gusto, se esconde bajo sus ropas, guarda sus manos en los bolsillos, se encoge de hombros, agacha la cabeza, no dice lo que piensa, no es el malhechor light que quisiera ser: hablador, mandón, besucón. La luz lo vuelve remilgoso, blandengue y mandilón, lo debilita como la calvicie a Sansón o la kryptonita a Superman. Pero bajo el techo nocturno, natural o artificial, las circunstancias van o pueden ir de otro modo, el mexicano se siente a sus anchas, siendo otro en realidad: agarra, transgrede, conquista –pero nomás poquito, pues si la infracción raya en la ilegalidad, hay que prender la luz y aprehender al dueño o dueña de la intención furtiva.
La noche, como el día, tiene su hora e inevitablemente llega, la oscuridad artificial, por otro lado, es parte de la decoración algunas veces y otras llega por asalto. La oscuridad repentina provocada por una tormenta, por ejemplo, saca a flote los roles del miedoso y del espantador, la que cae en una fiesta provoca repentinos pasitos cumbiancheros o salseros para adelante y para atrás y termina por juntar cuerpos que planeaban otra cosa, la que sorprende en una pijamada genera candorosos abrazos de consuelo, primero, y guerras de almohadas que terminan en orgía romana, después, con sábanas como túnicas y miradas febriles que necesitan andar a tientas ante la ausencia casi absoluta de luz (sí, una de mis fantasías). Pero la oscuridad artificial, programada y pública es la que nos interesa resaltar aquí, tiene dos espacios por excelencia: el bar, en todas sus modalidades (cantina, antro, strip), y el cine. Como en el bar, y a pesar de la seguridad seductora que provee el alcohol y la penumbra, casi siempre se termina la velada con mentadas de madre para la amada o declaraciones homosexuales de sinceridad alcohólica (“te quiero mucho, compadre”), se elimina a dicho espacio casi en automático como terreno de entrenamiento para el primerizo adoptante de mexicanos. El cine, por otro lado, con menos carga de caos potencialmente delincuente, se antoja más propicio como aposento didáctico para que usted amigo adoptante conozca en un ambiente más o menos controlado las mañas del mexicano en la oscuridad. Por lo que, si usted desea adoptar un mexicano, se recomienda seguir los siguientes pasos, en el cine.
Primer paso: vaya al cine en un día regular. Para el doble voyeurismo que pondrá en práctica, le adelanto apreciado adoptante que ésta es una experiencia un tanto insípida: hay pocos asistentes, son educados, apagan sus celulares, no hay siseos, no hay bulla o improperios bobos y fantoches, no hay vuelo libre de palomitas ni juegos de sombras con las manos, verá mexicanos solitarios y una que otra pareja descafeinada y melosa que intercambia ósculos de piquito al unísono con la pantalla. Acaso corra con la suerte de ver el show neurótico de algún cinéfilo mexicano –que va desde criticar el subtitulaje de una película checa hasta callar a una pareja de sordomudos porque el ruidero de su plática de manos distrae–, pero son los menos, lamentablemente. A lo mucho, pues, lo único que verá es una película. Sin embargo, para familiarizarse con el terreno donde se llevará acabo la investigación, vale la pena.
Segundo paso: vaya al cine en miércoles o en domingo. Prepárese, amigo, pues esta experiencia es una batalla salvaje, la sobredosis sensorial está garantizada. El doble voyeurismo que había practicado –ver una película, ver un mexicano–, se vuelve multisensorial y sinestésico. Además de ver y oír, se puede oler, tocar, probar y mezclar todo en un caldo indigesto que sabe a película de acción sudorosa, huele a surround envolvente de pueblo y parece pollo rostizado o torta de adobada acompañados de sendas cocas de dos litros metidas de contrabando.
Tercer paso: vaya a un cine porno. Aquí también el fisgoneo es doble: por un lado, las buenotas en la pantalla que habitan un microcosmos de glotonería genital y, por el otro, los mexicanos onanistas con rostros semicubiertos de culpa católica. Algo aprenderá, seguro. No tema, sólo protéjase: impermeable, bolsas de plástico –grande, mediana y chica–, cinta canela, botas Bubble gummers, ligas.
Preguntas frecuentes: ¿el mexicano es cinéfilo? Sí. ¿El mexicano es crítico? No. ¿El mexicano es pornógrafo? Depende.