La semana pasada, a propósito del legado de Carlos Fuentes, en el CIELA mencionamos, entre muchas otras cosas también insuficientes, que fue el primer escritor profesional en México. “Inaugura la literatura como profesión”, dice Elena Poniatowska, con un afán que lleva al novelista a meter todo México, todo el continente, su historia en libros leídos en todo ese continente. Con un afán totalizador, emprende un proyecto literario en el que las condiciones generales del trabajo de los escritores plantean la necesidad de que el escritor se invente a sí mismo. El salto al vacío del profesional de la palabra escrita para transformar la realidad en la dirección imaginada. Y una buena manera de generar un espacio para esa imagen del escritor consiste en escribir y seguir escribiendo, publicar y seguir publicando.
Para disgusto de quienes consideran que la profesionalización prostituye al escritor y a cualquier artista, Fuentes supo ganar y conservar su lugar como innovador del panorama literario hispanoamericano desde los primeros años cincuenta del siglo XX. Sus lectores no tienen que estar ilustrados en obras y autores del boom (Lezama Lima, Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa…) para disfrutar su lectura –pero terminarán conociéndolos–, porque la calidad de sus libros los pone al alcance de cualquier lector atento –contra los malos lectores no hay defensa posible y solamente los desean los malos escritores–; así, la autonomía literaria de la obra se conjuga con la autonomía económica del escritor profesional.
El escritor que se inventa a sí mismo como tal cumple una tarea interminable, incompleta y caduca desde siempre. Pero el que se inventa como un profesional en México –y en cualquier país latinoamericano– abre una nueva era en la historia de la escritura, en la que escribir alcanza el grado de profesión y deja de considerarse entretenimiento, curiosidad o gracia que podemos presumir entre allegados. Entre los cambios posibles, interesan los que atañen a la relación del escritor (y de cualquier artista) con su propia obra, y a las ideas de dicha relación.
Antes, dice Elenita, el honor del escritor “no radicaba en la escritura sino en su sacrificio en aras del lábaro patrio”; el funcionario público o el diplomático salvaban al hombre de letras. Ahora sólo tiene su escritura, con tan buen éxito que Fuentes logró “prestigiar la carrera de escritor, hacerla glamorosa, divertida y respetada”, para que José Agustín, Gustavo Sainz y otros asumieran sin miedo una profesión en nuestro país hasta entonces reservada a europeos y estadounidenses. Pero nada aseguraba la fidelidad del éxito sin contar también con una disciplina castrense. El centro laboral extendía su jurisdicción hasta el escritorio donde Fuentes mecanografiaba con pasmosa velocidad, según dicen, logrando insólitos aciertos literarios y comerciales. Después de todo, el esfuerzo individual se multiplicaba y convertía en un producto para un mercado real, sostenido por una industria editorial notablemente expandida a partir de los 70 del siglo pasado, cuando la literatura latinoamericana recibió el reconocimiento internacional. La región más transparente, La ciudad y los perros, Cien años de soledad, Rayuela y Paradiso señalan a la narrativa en español rumbos que la colocan en el primer plano mundial.
Paradójicamente, el individualismo de Fuentes le permitió acceder a esta industria y dominarla para beneficiarse con su trabajo; en contraste, José María Arguedas, criado en una comunidad indígena, rechaza la profesionalización del novelista como progreso, alegando que Vallejo, Neruda y Rulfo no fueron profesionales. En El zorro de arriba y el zorro de abajo, el espíritu comunitario se impone a las pretensiones del peruano, pero la calidad de sus obras no disminuye por su fracaso como profesional. Surgen, pues, nuevos problemas en el trabajo del escritor, relacionados con las condiciones locales y las huellas que éstas dejan en sus productos, y con las relaciones entre unas y otras. Hablamos de un periodo en el que el capitalismo se impone en el hemisferio, arrastrando al continente hacia un abismo de contradicciones que nutren abundantemente una narrativa madura para crear obras maestras.
El trabajo del escritor, como el de cualquier profesionista, corre el riesgo de perder su valor ético por cultivar el estético o el económico. Lograrlo y conservarlo hasta el final representa una hazaña singular, en un medio donde, según José Emilio Pacheco, la vida promedio de los novelistas no rebasa la década. Sin duda, la industria editorial ha promovido autores que después de un tiempo pierden el toque mágico o ya no responden a las expectativas del mercado. Así, la aparición de esta nueva especie de escritor no impide la existencia de singularidades en un escenario donde el oficio sirve a una modernidad salvaje. Un texto bien escrito cumple mejor su función, sin importar si tiene forma de manual, ensayo o novela. Su importancia estriba en el servicio que la palabra presta al desarrollo humano, que ya es decir mucho. No basta agradecer: hay que pagarlo.