Toros / Puyazos - LJA Aguascalientes
15/11/2024

 

Para acrecentar la furia de quienes niegan la Escuela Mexicana del Toreo, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define como escuela, en una de sus varias y ricas acepciones, esto: “doctrina, principios y sistema de un autor”.

De la oración fundamentada se desgaja con licencia que, efectivamente, la suma total de los mexicanos que han interpretado el toreo, lo han hecho de modos distintos tales, que compactaron, a través de muchos años, su propia doctrina, principios y sistema. Era, fue y es el toreo, ejercicio densamente europeo, de origen específicamente español, para no caer en la “antecedentitis”, sin embargo lo transformaron hasta no hacerlo, no acabarlo, no dimensionarlo sino en distinto modo artístico. Parto complejo; producto raro. De lo impuesto, ajeno, incrustado, adventicio, hicieron algo “suyo”.

Si bien, los estetas nacionales, mestizos, de genética mezclada, desatendían algún complemento de la técnica, ganaron en manifestación artística.

Es meramente peliagudo el señalar concretamente quién fue el que dio apertura a esta escuela. Peligroso incluso por generar polémica.

No el Indio Grande, el del Par de Pamplona, el elegante indígena y moreno, pudiente, suficiente, irreverente y desafiante con las mares embravecidas de Belmonte y Gallito; no “el de la tiara”, no el segundo diestro mexicano internacional; no el que abrevó en la escuela de los intocables maestros españoles, no el de “los dos solos”, no el de la “puntería de chamuco” al clavar los arpones, no el que patentizó con su apelativo el “pase de frente por detrás”, no el atrevido que osó desafiar a los dioses barbados y en su propio reino clavado en donde el sol nace .

Antes, mucho para el arte, fue el exótico bigotón, vaquero eficaz en el escenario de los potreros implacables y charro elegante en los anillos ardientes de fiesta y viva tragedia. El jinete con profesorado, primogénito del caporal de Atenco, que encontró en Gaviño el instructivo para, en modo diferente, desenvolver un nuevo descubrimiento taurómaco. El que osó rezongar a Frascuelo, monstruo sagrado en España, y demostrarle con hechos penetrantes que sus maneras valían en la teoría y en la práctica.

Orgullo, honor, casta y sangre ardiente. Raza de bronce que continuó sosteniendo con pedestales de hierro el buen nombre torero que se había trasplantado.

Y así, como por el mandato de una religión, los diestros que iban surgiendo consolidaban y aportaban al toreo elementos que por fin le dieron cara propia.


Garza, el de los mandiles señeros y los naturales cargados en la pierna de salida; El Soldado, el de las verónicas desmayadas y la hombría probada; Balderas, el ídolo valiente, carismático y lleno de drama; Armilla, el de la suficiencia avasallante, Silverio, colmo del taurinísmo mexicano, de brutal trinchera, indio e ibérico en rara combinación taurómaca; Velásquez, el valor hecho hombre… y sigue la enumeración en la mente del amable lector.

Llegaron después a las páginas de la historia toreros demasiado mexicanos como Capetillo, de sabor charro y trazo interminable, o antes, Aguilar, El Ranchero, el que vio la luz primera en una dehesa tlaxcalteca, entre toros de lidia como lo hiciera Ponciano, e igualmente de un bouquet penetrante a campo y faenas de sentimiento ancestral. O Joselito Huerta, del mismo perfil, aunque quizás en mejor estado técnico; y no es posible dejar de nombrar a Mariano Ramos, el penúltimo charro-torero, lidiador como él solo, y tan honrado que nunca rehuyó ningún encierro, ninguna plaza y ningún alternante, y tan honesto que ha sido el único en declarar de manera transparente que no pudo con el toro español…

Unos pocos quedaron arriba y a la tinta, de los que esculpieron esa Escuela Mexicana. Pero todos tuvieron el mismo perfil de formación y para ello enfrentaron al toro encastado, el que da emoción y sensación de tragedia al espectáculo taurino. El toro, esa bestia hecha deidad en muchas culturas del mundo; ese ser irracional, herencia de los dioses; el toro de lidia, el que realmente tiene protagonismo en la fiesta incluso antes de salir al redondel. El toro, el señor de negro, el que, siendo bravo, acomoda a cada quien en su sitio. El animal, el bovino orgullo que debería de ser de los que, por accidente favorable económico, lo crían en México; el que, respetándolo, salvará a la declinada fiesta brava actual. El toro de lidia, res especial, distinta a las demás razas de su especie que con saña, lamentablemente, han obligado a transformar los abusivos empresarios, según el gusto de las figuras, en un rumiante manso e inofensivo.

Y, queda claro, la Escuela Mexicana del Toreo no es la que camanduleramente quieren hacer creer los de la mafia y le dan características cursis como son la lentitud y el temple, lo que se puede desarrollar, según ellos, con el animal pastueño; no, esta escuela es de sentimiento y expresión artística notoria, elementos que no guardan relación con la lentitud y menos con la mansedumbre que hoy impera, tarde a tarde, en los cosos de la nación.

 

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