Partamos de la idea de que reformar algo significa cambiarlo para mejorar su funcionamiento: “aquello que se propone, proyecta o ejecuta como innovación o mejora en algo” (Buscón, RAE, 2012). El dilema radica entonces en el enfoque que se use para reformar. Por eso sorprenden las declaraciones públicas de algunos particulares en Aguascalientes, quienes plantean abiertamente la necesidad de una reforma laboral que incluya el seguro de desempleo… ¡pero para que se les evite pagar liquidaciones a sus empleados cuando deciden despedirlos!
Al respecto sabemos que el seguro de desempleo, que existe lo mismo en Europa occidental que en Estados Unidos, Canadá o Japón; fue en gran medida y sigue siendo hoy la piedra de toque fundamental del estado de bienestar o wellfare state fundado después de la Segunda Guerra Mundial, y en el que se basó el crecimiento económico sostenido de la posguerra hasta la crisis de 2008, y que tiene como fin ofrecer una prestación básica al trabajador que pierde su empleo para subsistir mientras consigue otro. En cambio, la indemnización por liquidación que recibe un trabajador al ser despedido, tiene como sustento preservar el principio de estabilidad en el empleo que existe en la mayor parte de las leyes de los países industrializados y que por cierto está consagrado por la CPEUM en su Artículo 123. Desde luego también por su ley reglamentaria: la Ley Federal del Trabajo. Lo mismo que por los Tratados Internacionales suscritos por México en materia de empleo, en especial los promovidos por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que elevan el derecho al trabajo al rango de derecho fundamental. No es conveniente entonces, como se ve, mezclar la magnesia con la gimnasia.
Luego están las amplias inquietudes “reformistas” del por fortuna feneciente “Vicente Calderón” (Enrique Galván dixit) y los regresivos intereses “fácticos” que representan, cuyos cuestionables proyectos de reforma laboral incidían básicamente sobre la posibilidad de autorizar legalmente la creación de empleos temporales, la oficialización de la tercerización de la contratación, también conocida como outsurcing; el abaratamiento del despido o su coste cero, (según pretenden algunos, como se desprende de sus propias declaraciones) y la contratación por horas. Surge entonces la pregunta: si la mayoría de los trabajadores a jornada completa de este país no tienen un salario mínimamente remunerador, tal como lo ordena la Constitución, ¿cómo conseguirlo si se les despide, no se les indemniza, y se les contrata en lo sucesivo por horas y sin prestaciones? y claro que se crearían más empleos, pero lo que no se dice es que eso sería a costa de destruir los existentes. Luego está el grave problema de hacer viable a la seguridad social mexicana para que pueda atender con calidad la salud de los trabajadores o cumplir con sus obligaciones en materia de pensiones a jubilados e incapacitados.
Sabemos que uno de los problemas principales de México es el económico, pues muchas de sus empresas basan en gran medida su crecimiento en el deterioro de los salarios y la generación de empleos precarios, al tiempo que el gobierno aplica desde hace por lo menos 30 años severas políticas de “ajuste” monetario y fiscal, impidiendo el desarrollo del mercado interno. El resultado es entre otros, algo así como seis millones de jóvenes en edad de trabajar y sólo tres millones de empleos generados en este sexenio del “presidente del empleo”, según reconocen las propias cifras oficiales. Es decir, sólo se crea uno de cada tres empleos que los mexicanos buscan en el sector formal.
Ante las relaciones precarias de contratación y los bajos salarios, los trabajadores recurren a la economía informal, conformada hoy por 14 millones de mexicanos según las mismas cifras oficiales, quienes no generan prestaciones de seguridad social ni pagan impuestos. Es obvio que en estas condiciones no se puede hablar de una economía sana.
Así lo confirma un reciente informe del CIEN (Centro de Investigación en Economía y Finanzas del Tecnológico de Monterrey) citado en La Jornada por Carlos Fernández Vega, quien nos refiere: “el crecimiento económico del 4.1 por ciento que reporta el INEGI debería ser una buena noticia… el problema surge cuando se tiene una distribución tan desigual de los beneficios. La precarización del empleo es una primera limitante: el hecho de que millones de mexicanos tengan una ocupación laboral en condiciones de mayor marginalidad, con menores prestaciones y salarios, implica que en realidad reciben una baja proporción de las ganancias asociadas a un mayor crecimiento económico. No sólo eso. A lo anterior debe agregarse un segundo elemento: la ostentosa presencia de monopolios y oligopolios. El control que algunas empresas tienen sobre sectores productivos estratégicos, también es una restricción para alcanzar una mejor distribución de la riqueza. Las pequeñas y medianas empresas tienen menor rentabilidad, pagan salarios más bajos y otorgan escasas prestaciones. La mejora en la distribución de la riqueza es una quimera, básicamente porque la mayor parte de la población se emplea en pequeñas empresas que no pueden repartir lo que no tienen. Así, la falla en el modelo económico radica esencialmente en que no tiene un objetivo social, pues teniendo inversión, crecimiento, empleos, y una cuestionable estabilidad macroeconómica, ello no se traduce en un mejor entorno para la población y las pequeñas y medianas empresas”.
Así pues, no es recortando derechos y prestaciones a los trabajadores como la competitividad de este país va a mejorar. Así lo reflejan estudios serios como el del IMCO, que detectan una caída constante desde 2003 a nivel nacional, especialmente visible en el caso de Aguascalientes. Se requiere entonces de un reformismo serio, maduro y responsable que concilie el interés general, las garantías sociales del estado mexicano, la seguridad social en lugar principal; con la competitividad de los trabajadores y las empresas. Entonces México debe transitar hacia un estado amplio de bienestar, donde se extiendan las garantías de todos los trabajadores a la para que aumente la productividad y el valor agregado en los diferentes sectores económicos.
Países que hace 50 años tenían una economía mucho más “atrasada” que la nuestra, como Corea, Singapur o Malasia, nos demuestran que estos cambios en la cultura del trabajo son posibles en no más de una o dos generaciones, pero se requieren reforma, y ciertamente no al estilo de las propuestas por un régimen en franca descomposición.
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