En estos días, mucha gente alrededor del mundo ha seguido atentamente los acontecimientos que han estado teniendo lugar en la ciudad de Londres, Inglaterra, sede de los XXX Juegos Olímpicos de verano, ya sea por estar interesados en uno o en varios de los deportes que ahí se desenvuelven, por admiración a algún atleta, por simple entretenimiento o por apoyar a sus connacionales en las diversas competencias.
Es este último punto el que llama mi atención, pues aunque a lo largo de los años, especialmente en las últimas décadas, se ha querido hacer de este evento deportivo un espacio de reunión de la humanidad, en donde cada cuatro años los atletas de las diferentes disciplinas deben mostrar sus mejores habilidades y virtudes deportivas en el marco de una serie de valores y principios que buscan sacar lo mejor del ser humano, fomentando así la competencia leal, el compañerismo, la humildad, el respeto por los demás competidores, el dar lo mejor de sí, etcétera; también resulta ser el escaparate de las grandes potencias y de los nacionalismos.
Si bien en algunas ocasiones el deportista exitoso logra trascender del país al que representa, es decir, logra ser reconocido mundialmente por sus méritos deportivos más allá de la nación por la cual compite, la gran mayoría queda en cierto anonimato, sirviendo sólo como estadística a favor de su país. Muestra de ello es la gran relevancia que se le da al medallero olímpico, en donde sólo parece importar la acumulación de preseas –en particular de oro– más allá de quién las ganó y de cómo lo hizo.
A lo largo de la historia de las Olimpiadas modernas, las naciones económicamente más poderosas han aprovechado este evento como un espacio para presumir su potencial, pues no es de extrañarse que al ver los medalleros de las diferentes ediciones de los Juegos Olímpicos, los países con más recursos económicos son los que siempre están en la cima, entre estos: Estados Unidos, la desaparecida Unión Soviética, Alemania, Rusia, Francia, Reino Unido, Italia, y en las últimas ediciones la nueva gran potencia: China, que ahora le compite el primer puesto a los estadounidenses. Y es que tan sólo hay que observar el medallero de Londres 2012, de inmediato salta a la vista que dos países acumulan un número sorprendente de medallas, y estos son Estados Unidos y China, superando casi por 30 preseas al tercer país mejor posicionado.
Aunque esto no es todo, recordemos que este evento también ha sido usado como un reflejo de lo que ocurre políticamente en el mundo, en donde el mejor ejemplo es la disputa por la supremacía del medallero entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, con sus respectivos países afines, a lo largo de muchos años, en algo que parecía ser más una contienda entre modelos económicos, que una de naciones o atletas en sí, y cuyo punto culminante fueron los mutuos boicots en dos ediciones de estos juegos –Moscú 1980 y Los Ángeles 1984–.
Sin embargo, a todo esto, ¿realmente los Juegos Olímpicos realzan el sentimiento nacionalista de los diferentes países que en ellos compiten? Sin contar con datos precisos que lo comprueben, en un país como Estados Unidos –acostumbrado a estar en la cima del medallero, sobre todo luego de la disolución de su archirrival la URSS– probablemente sí, pues pareciera que las Olimpiadas les sirven para recordarle al mundo, y a sí mismos, que son la superpotencia y que, como tal, tienen los recursos suficientes para preparar a los mejores deportistas del orbe, lo que posiblemente devenga en el orgullo de los ciudadanos estadounidenses por su país.
Pero ¿qué pasa con los países menos favorecidos en el medallero, aquellos que no tienen una presencia importante frente a las grandes potencias, aquellos cuya cosecha de preseas no llega ni a las 10 medallas? Este es el caso de nuestro país, el cual, al meternos al tema del nacionalismo, resulta tener ciertas contradicciones, pues por un lado, desde pequeños se nos inculca a enaltecer a las antiguas civilizaciones que dominaban estas tierras, como parte de un pasado glorioso que heredamos, buscando darle mayor impulso a nuestra identidad nacional, fortalecida ya con acontecimientos como la Independencia y la Revolución, fomentándonos cierto rechazo a los países extranjeros que vinieron a invadir y colonizar el territorio, quienes impusieron su cultura y saquearon riquezas naturales. Pero por el otro lado, existe muchas veces ese desánimo entre la ciudadanía hacia un país que no logra trascender del todo en el plano internacional, que se ha venido quedando estancado –tanto en el plano económico, político, y hasta deportivo– lo que lleva a una admiración por los países avanzados y sus culturas; mientras que ese enaltecimiento a las antiguas civilizaciones mesoamericanas se ve reducido a cenizas al prevalecer todavía, por desgracia, una discriminación hacia los diferentes pueblos indígenas que habitan en el país.
Si llevamos el nacionalismo mexicano al plano meramente deportivo, nos encontramos también con posturas encontradas, dado que al ser un país que no está acostumbrado a tener grandes logros y triunfos deportivos, normalmente nuestras expectativas no son muy altas, sobre todo en materia olímpica, por lo que los mexicanos no solemos tener mucha fe, generalmente, en nuestros connacionales deportistas que competirán ante sus homólogos de países más poderosos. Sin embargo, y esto en buena medida es gracias a los medios de comunicación, manifestamos nuestro apoyo a quienes representan al país en las Olimpiadas, como deseándoles buena suerte ante una difícil situación a la que se estarán enfrentando.
Cuando alguno de los deportistas mexicanos se ve con posibilidades de tener éxito en alguna de las disciplinas, de inmediato se enciende un gran entusiasmo entre nuestra sociedad, que se vuelca a externar con mayor fervor su apoyo al o a la deportista, esperanzados en que pueda poner en alto el nombre de esta nación. Mas cuando de pronto llega el fracaso, devienen los clásicos ¡mmmhhh! y frases como “lo mismo de siempre” o el “ya merito”, hasta llegar a situaciones de culpar a algo o a alguien por el fracaso, ya sea al propio gobierno, a las autoridades deportivas, la falta de apoyos, los jueces injustos que favorecen a los atletas de otras naciones, o simplemente al deportista por no dar lo mejor de sí; volviendo a decaer los ánimos y con éstos nuestro nacionalismo deportivo.
Pero cuando sucede lo contrario, cuando se confirma el éxito, nuestro nacionalismo aflora e incluso se exacerba, las televisoras no dejan de hablar del triunfo o el logro obtenido –ya sea una presea dorada, plateada o de bronce– y convierten, por unos días, a la o al deportista en prácticamente un héroe nacional, quien es percibido por las mayorías como alguien que, a pesar de no haber tenido muchos apoyos para su preparación, pudo derrotar a sus competidores de las grandes potencias.
Ante todo lo anterior expuesto, la reflexión busca aterrizar en que, si bien es evidente que brindaremos apoyo a los deportistas de nuestro país, pareciera ser que los Juegos Olímpicos se han desviado de su principal objetivo, que son las competencias deportivas para demostrar qué individuos son los más capaces en cada disciplina, para sobresaltar más la contienda entre países y ver cuál acumula más medallas, creando divisiones en lo que se pretende sea un evento de celebración a la humanidad y que busca, por tanto, su unidad.