Recuerdo que, siendo el mediano de una familia con tres niños de entre 6 y 9 años de edad, cuando salíamos de viaje en coche, las largas horas de convivencia eran de necesario pleito infantil producto del aburrimiento. Mi madre llevaba, para cubrir las aburridas distancias entre nuestra ciudad y alguna playa, una buena dotación de canciones, juegos, frutas, tortas y golosinas para mantener a sus tres inquietos escuincles, con lo cual también entretenía a mi padre en su serio papel de conductor. Pero no faltaba que el hartazgo que sufríamos los inquietos pasajeros del asiento trasero de pronto se tornara en gritos y manotazos, ante lo cual ninguna golosina o canción resultaba suficiente. En cierta ocasión, nada parecía detener el total caos que reinaba a borde del vehículo, cuando mi madre de pronto exclamó: ¡Mira, un caballo! Como por arte de magia, los tres chilpayates dejamos de pelear y, estiramos el cuello para ver al susodicho equino por la ventana. ¡Ay, ya se fue! Alcanzó a decir la autora de mis días con una poco disimulada sonrisa al ver el éxito de su estrategia de distracción. Pero, debe haber más por ahí, nos dijo, con lo cual pasamos el resto del viaje buscando algún caballo, que nunca apareció, aunque la expectativa de encontrarlo apaciguó toda inquietud.
Por extraño que parezca, la estrategia distractora funcionó durante varios años más. Mi esposa y yo adoptamos la mágica y oportuna exclamación “¡mira, caballo!”, para verla funcionar perfectamente con nuestras criaturas. A mis hijas aún les divierte el fantástico efecto de la exclamación, por lo cual ahora ya está siendo adoptada para controlar a la siguiente generación.
Parece ser que la distracción y expectativa es algo que los seres humanos necesitamos más de lo que a veces estamos dispuestos a reconocer, particularmente cuando el tedio es tenazmente presente. Buscamos y generamos a menudo expectativas. Puede ser que por ello, es tan atractivamente absorbente ver un partido de fútbol, seguir una historia o novela, no importa el tiempo que podamos dedicarle al evento, incluso hasta dedicarle tiempo previo a la espera de ese acontecimiento. Las apuestas, los juegos de azar, las intrigas de los culebrones, hasta el morbo propiciado por notas policíacas juegan un papel importante en la vida cotidiana. El aburrimiento por lo cotidiano es causal directa del anhelo por una distracción, pero también lo es la preocupación por cosas fundamentales, incluso vitales, cuando no parecen tener solución. Cuando los problemas recurrentes parecen no ceder; cuando el afán por avanzar, trascender, el querer progresar topa con pared. Es entonces cuando la distracción, la expectativa hace que todo lo demás pase a un nivel de inferior prioridad.
Tal parece que esta situación se ha convertido en algo así como un común denominador en nuestra vida actual. Muchos, no podría decir cuántos, hartos de esperar, sentimos ese anhelo de distracción. Es más, el grado de insatisfacción llega a tal punto que buscar una distracción y algo en qué poner nuestra expectación, parece una megatendencia nacional y tal vez global. Es un momento a tal grado insatisfactorio, que ya cualquier expectativa nos sirve de asidero, aún sabiendo que pudiera no ser real ni factible obtener lo que se espera.
Estamos a la espera de que haya una mejora en la economía, que el producto interno bruto crezca; que la inflación ceda y que nos alcance para comprar más. Nos dicen que el Producto Interno Bruto crecerá más del 4% en este año y eso nos emociona. Confiamos en la noticia y nos aporta la expectativa necesaria, la suficiente para no manifestar nuestro público descontento. No nos han dicho que por más que aumente la cifra del PIB, las ganancias seguirán acumulándose en sólo aquella pequeña parte de la población donde siempre se han acumulado.
La realidad es que la cadena de pagos desde hace varios años se ha roto. Las personas, los negocios no cobran porque el crecimiento económico no beneficia más que a una muy pequeña parte de la población. La mayoría sigue debiendo y generando expectativas al reestructurar adeudos, pero sin contar con la certeza de tener los suficientes ingresos para poder pagar. Se nos informa que la inflación, en promedio, es de 3% ó 4%, pero la inflación de los productos básicos sigue siendo de dos dígitos. De un año al dia de hoy, el huevo ha subido 50%, la leche 12%, las verduras entre 20% y 35%. Nos da por querer que algo suceda, que algo pase, pero sólo se arraiga el afán de distraernos para no vivir una realidad avasallante. Las noticias económicas, más que informar, distraen. Nos alejan asépticamente de la incómoda realidad.
Ya pasaron las elecciones, nos dicen por radio y televisión: “México ya decidió”. ¿Y luego? ¿Qué viene después? En esta espera por la sentencia final del tribunal electoral, ya está encima la urgencia de otra distracción hacia algo nuevo. El afán de nueva expectativa no permite siquiera detenernos a pensar si México decidió de manera limpia, justa o equitativa.
Esperamos a que la crisis bancaria mundial se resuelva de una manera que no sucederá. Pero nos creemos mientras tanto todas las distracciones que provocan las noticias al respecto: reuniones de gobernantes con banqueros, líderes de las finanzas e industriales. Todo genera una distracción y expectativa, pero no solución.
Tal parece que esperar sin resultados a que algo suceda nos lleva a anhelar cualquier cosa, incluso a aceptar una distinción que nos provoque una expectativa de poca o nula posibilidad de realización. Con satisfacción diferida, la búsqueda del virtual caballo es ahora nuestro asidero a la realidad, al menos, mientras llega algo mejor.
Twitter: @jlgutierrez