El mundo hechizado / Perdón por intolerarlos - LJA Aguascalientes
04/07/2024

Una bolsa de plástico en el aire, basura pues, con la que la el viento juega, Ricky Fitts la filma en video, es una breve secuencia de American Beauty (Sam Mendes, 1999) donde no ocurre otra cosa que no sea el movimiento, algo tan sencillo, tan desnudo de sentido, que se hace indispensable interpretarlo. Otra escena de la misma película muestra al mismo joven grabando un pájaro muerto sobre la acera, cuando Jane Burnham le pregunta qué por qué lo hace, le contesta de inmediato: porque es hermoso. Lo bello es una constante en esta película, de alguna u otra forma, todos los personajes de esta cinta lo buscan, algunos bajo la idea de cambiar su vida, a otros les basta contemplarla.

En un diálogo entre los dos jóvenes, se intenta una explicación:

Ricky Fitts: es como si Dios te mirara fijamente, sólo por un instante, y si eres cuidadoso, le puedes regresar la mirada.

Jane Burnham: ¿y qué es lo que ves?

Ricky Fitts: belleza.

Por supuesto, la belleza está en la mirada de quien observa y en ese sentido, el mundo, todo, es bello, una bolsa detenida en el aire, una estrella fugaz en la madrugada, la marca de la taza de café en la mesa compartida, el cuerpo del otro en espera de una caricia, por supuesto, el trazo de un balón que levanta el vuelo y se incrusta en una portería. El mundo está ahí y sólo espera ser interpretado, lo dice mejor Francisco de Quevedo en el “Salmo IV”:

“La lengua se me pega a la garganta;

agua a mis ojos falta, a mi voz bríos;

nada me desengaña;


el mundo me ha hechizado”.

Asegurar con esta convicción que el mundo es así y sólo basta dejarse asombrar para encontrar la belleza no implica quedarse detenido, azorado por el hechizo del mundo, inmóvil como en el juego infantil de los encantados, interpretar es actuar, compartir la interpretación del mundo es incidir en él, de otra manera, lo que percibimos será anda, la bolsa: basura, la taza un traste sucio, el otro nadie, el gol una jugada más.

Compartir el hechizo para formar una visión más compleja y enriquecedora de lo percibido, donde quepan las interpretaciones más diversas, donde la conversación que se establece sea bajo el entendido que las visiones son complementarias y no se anulan entre sí, donde la posibilidad de cambio reside en encontrar la forma de enlazar una visión con otra.

Por lo anterior se me hace inútil la discusión acerca de si nos hemos dejado engañar por el triunfo de la selección nacional de futbol, si quienes celebran los goles al equipo de Brasil son alienados que olvidan los gasolinazos, la protesta necesaria por el juego sucio en las elecciones y un largo etcétera que intenta contraponer la “terrible realidad” contra el embeleso que sufren quienes contemplan los juegos olímpicos o comentan la cinta más reciente de Nolan o se reúnen a hablar de un libro en vez de unirse al boicot contra algo. Y viceversa, quienes sólo ven a rapaces, desobligados, montoneros, ardidos, perdedores (elija el adjetivo más grosero que quiera) en quienes salen a la calle a manifestarse, también me parece que aportan poco al intercambio. Ambas actitudes intentan imponer una visión del mundo muy restringida.

El problema, creo, está en quienes nos encontramos en medio de estos extremos, la multitud de observadores, simples testigos, que sólo se dedican a la espera. La polarización en aumento en todos los ámbitos de discusión, prácticamente obligan al silencio, lo que es lamentable, porque se vuelve costumbre, un mal hábito que se traduce en esperar el cambio, pero que ese cambio sea iniciado por otros.

Hace unos días escuché decir a alguien a quien considero muy inteligente: “¿y ahora qué van a hacer?”, se refería a los integrantes de #YoSoy132, el comentario me sorprendió porque quien me lo dijo tiene todo para aportar a esa organización, pero desencantada del mundo, todo su talento lo ha dejado en reserva para cuando otros comiencen el cambio, para un futuro decidir si se une o no.

Mis amigos se molestan cuando lo anuncio, pero sí creo que estamos enfermos de medianía, de aspiraciones medianas que se desgastan en pasiones instantáneas, euforia pues que alcanza para festejar con todo el triunfo de un equipo y convertirlo en una proeza personalísima, un uso aborrecible del plural: ganamos. Mediocre porque al abrogarse del éxito ajeno, no se interpreta, no se analiza, sólo se suma una voz al balido general. Un país no se cambia así, no con esos cuentos, y de nuevo, tampoco con el otro cuento que quema su alma en la elaboración de una pancarta o en el incendio de las redes sociales con un ingeniosísima intervención de una fotografía.

Hace unas semanas, en un artículo (“¿De qué tamaño es nuestra pequeñez?”, http://goo.gl/0zvL5) Jorge Álvarez Máynez señalaba que “para cambiar, los mexicanos necesitamos hacer uso de nuestra empatía. Abandonar un poco nuestra pequeñez”, y subrayaba la pertinencia de construir una “narrativa que ofrezca otro futuro a México”. Es difícil no estar de acuerdo con él, mi convicción es que esa narrativa comienza por entender que los actos mínimos, las tareas de todos los días, conforman esa historia personal que puede unirse a una mayor, a la historia de todos, que es necesario dejarse hechizar y saber compartir ese encantamiento, pero estamos tan lejos.

El texto citado de Álvarez Máynez finaliza señalando que es indispensable creer en lo que dijo Manuel Clouthier hace 24 años: “México va a cambiar. Contigo, sin ti o a pesar de ti. Pero va a cambiar”. Reitero, casi imposible el desacuerdo, sin embargo, ante nuestra incapacidad para compartir la belleza del mundo (y mi pesimismo), todo apunta a que México ya cambió, sin tomarnos en cuenta, porque estamos esperando a ver qué hace el otro y demasiado dispuestos a contradecir su visión del mundo, con la actitud valentona de quien cree que tiene la razón y eso basta, sin la necesidad de compartir.

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http://edilbertoaldan.blogspot.com


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Director editorial de La Jornada Aguascalientes
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