Una de esas rarezas en el cine de corte jurídico mexicano, una comedia de enredos que utiliza gags que hacen énfasis en lo sencillo o en el absurdo, dirigida por Jaime Salvador Nosotros los rateros (1949) es protagonizada por los míticos Manuel Palacios Manolín y Estanislao Shilinsky. Una clásica situación de enredos que es interpretada por sujetos inmiscuidos de alguna u otra forma en un proceso penal en contra del ladrón de una joyería: la novia del fiscal de yerro que ha mandado a la horca a más de 23 delincuentes, un ratero que es hermano del reo que será juzgado (Manolín) y el abogado defensor. La cinta se divide básicamente en tres secuencias: en una habitación de hotel, una cena y el juicio del criminal.
En el cuarto del hotel: Manolín, que también es un ladronzuelo, la prometida del ministerio público y el abogado defensor por una coincidencia y sin conocerse, han quedado encerrados y están condenados a pasar toda la noche juntos. Mientras conviven se enteran que están entrelazados por el crimen de la joyería, más aun, se vuelven amigos y cómplices para ayudar a convencer al prometido de la chica, para que no mande a la horca el pobre criminal, para que disminuya su solicitud de pena.
En la cena: la mujer invita a sus dos nuevos amigos al convivio con su prometido, la idea es precisamente que entre los tres convenzan al fiscal para que haga una excepción a favor del reo; la disciplina del ministerio público no da su brazo a torcer. Ante la tozudez, Manolín decide que para salvar a su hermano tendrá que secuestrar al fiscal, organiza a su banda de maleantes que entran disfrazados de una orquesta de cosacos a la cena; sucede una de las mejores escenas de la película, el fiscal y Manolín se enfrascan en un duelo musical donde los cosacos tocan alternativamente con sus balalaicas música rusa y La bamba; el enfrentamiento terminará en un frenético baile colectivo del famoso son jarocho al que se une todo el salón.
El juicio: los cosacos equivocan y raptan al abogado defensor, Manolín tendrá que hacer las veces para amparar al hermano. El proceso se transforma en un digno juicio kafkiano, al grado de que en algunos momentos el juez hace el sonido estridente y característico del célebre Pájaro Loco de Walter Lantz
Aparte de tener como principales involucrados a los sujetos procesales del juicio penal, la película se mofa de los clichés que en torno a él suceden: se burla del mito urbano de la victimización de los pobres “Soy un pobre con hambre, si viera usted que son dos cosas que siempre van juntas ¿Y si tiene hambre por qué no trabaja? Ya lo probé pero después de trabajar me da más hambre”; de la supuesta sapiencia de los juristas, al docto abogado defensor, Manolín le da sesudos consejos sobre la legislación penal y sus complicados términos, su profesión lo ha hecho especialista: “es un caso de delito con agravantes que hay que combatirlo con atenuantes de carácter personal apoyándose en el artículo 65” remata el caco.
Lo más interesante es la transformación gradual del juicio penal en un acto de teatro. Al robo a la joyería se le conceptualiza como una puesta en escena, el Juez en la apertura del caso y respecto al inculpado: “el delito que se le imputa constituye su debut… que por cierto revistió caracteres de apoteosis por la genialidad actuación del acusado… representando su papel de forma poco común si se toma en cuenta que era su primer actuación” el público asistente al juzgado aplaude entusiasmado, como a un actor. Se entabla una discusión defensor-juez-fiscal sobre si el ladrón cometió o no un error, para ver quién sabe más de cómo robar y acaban despojándose, sin que el otro se dé cuenta, de sus posesiones. Cuando el fiscal cierra su alegato de inicio, la gente aplaude desesperada. En su oportunidad, el abogado dice “mi defensa se apoya en el hecho de que mi defendido no ha cometido más que un delito que la ley no condena: el delito de ser un menso” (cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia). Insiste en que el criminal es criminal porque la sociedad, el fiscal, el jurado, el juez (todos) lo han orillado a ello ¿Quién es el culpable? Todos, cuatro penas de muerte, pero para la sociedad. En medio del paroxismo que a estas alturas permea en la sala, el inculpado (también interpretado por Manolín) que no ha dicho una sola palabra, que ha sido simple espectador, que se la ha pasado tejiendo durante su causa, es absuelto.
El final es apoteósico y de justicia divina: como durante toda la cinta esporádicamente se ha usado el argot taurino, el abogado sale del juzgado en hombros mientras el público agita sus pañuelos blancos; la prometida del fiscal se descubre enamorada del defensor y termina huyendo con él. Una vez más, en el imaginario del cine mexicano, el juicio penal no es sino una pantomima creada para acusar a tristes ladronzuelos cuyo único pecado es la pobreza.