Nada más sencillo que generalizar. Esto, a la larga, crea estereotipos. Éstos, con el tiempo, se convierten en chistes; éstos, al final, dejan de ser graciosos. Decir “el arte contemporáneo es una tontería”, después del proceso anteriormente descrito, no crea discursos sobre las obras; por el contrario: genera, en el mejor de los casos, discursos sobre los discursos de cualquier obra.
Acaso una razón para afirmar que el público pierde interés en las piezas artísticas es que la crítica -mucha crítica-, se aleja de ellas. Los problemas se encaran; no se triangulan. Supongamos que tenemos una obra “Y”. Supongamos que tenemos a dos críticos, “X” y “Z”. “X” piensa que “Y” es “A”; “Z” piensa que “Y” es “B”. Entonces, como no coinciden, “X” y “Z” hacen a un lado “A” y “B” y hablan, qué caray, de “X” y “Z”. ¿Y la obra? En un plano secundario. Este mecanismo, una vez, dos veces, tres veces, puede provocar sanas reacciones intelectuales. Pero si se repite al grado decir “¡y dale con esto!”, no encuentro más que una consecuencia: fastidio.
Bien, y todo esto, ¿pa’ qué? Letras Libres, como muchísimas revistas y blogs, a veces nos comparte textos brillantísimos; otras tantas, textos burrísimos. En su número 163 pidió a tres intelectuales mexicanos reflexionar sobre el mundo contemporáneo como espacio debordiano (aunque digan que es a partir de Vargas Llosa). Los ensayitas fueron Carlos Granés, Rafael Lemus y Maria Minera; política, mundillo literario y arte, respectivamente. Después, en Laberinto, Avelina Lésper contestó, en particular, al ensayo de Minera. Ambas hablan sobre un mismo tema: arte contemporáneo.
Ahora sí, ¿a cuento de qué viene todo este embrollo? Pues bien: del fastidioso debate de que si el arte contemporáneo es una tomadura de pelo; de que si los críticos y curadores -en plan medieval- están en una cruzada en contra -o a favor; según- del arte contemporáneo; de si esto y de si aquéllo. Creo que ambas tuvieron la oportunidad de dejar en claro su postura frente a ciertos artistas y a cierto arte por lo que ellos mismos son; y no, como hicieron, posicionarse a partir de lo que no es cierto arte (o crítica de arte) y lo que no son ciertos artistas (o críticos de arte).
No mareo más: el texto de Minera, como mucho del arte que defiende, es una provocación. Más exacto: una desafortunada provocación. Sus errores: generalizar y tratar de ser chistosa. Para Minera la crítica que se hace al arte contemporáneo es homogénea; cree que la razón por la cual todos -y dale con esto- se alejan del arte contemporáneo es que no lo entienden o es una tomada de pelo (como ella lo dice); piensa que crear arte (el tradicional, pues) es de una simpleza pasmosa.
Ah, minera. Sólo citaré un par de ejemplos que dan cuenta de lo que anteriormente he dicho. Aquí Minera intenta parodiar lo que algunos dicen que es el arte contemporáneo: “¡extra! ¡Extra! ¡En la actualidad todo puede ser arte! ¡El gesto provocador y despojado de sentido bastan para coronar falsos prestigios! (…) ¡Los curadores son auténticos mercenarios, matan a sueldo y en este caso la víctima es el arte! ¡Extra! ¡Extra!” (sic). Acá intenta ridiculizar al arte tradicional: “el cuadro puede estar muy bellamente pintado, pero al final va a despertar en quien lo mire una emoción de naturaleza un poco más arqueológica, por muy intensa que sea…” Y, finalmente, aquí intenta no sé qué: “lo único que puedo decir con justicia es que el arte contemporáneo es la mejor de las expresiones artísticas que puede haber y tiene, además, una ventaja sobre el resto de los intentos a medias: que es de a de veras…” (sic).
Pasa que sus lecturas -evidenciadas en el texto- vienen de lugares, intelectualmente, poco complejos: Proceso y González Rosas; Laberinto y Lésper; Vargas Llosa (novelista, cuentista, ensayista; no sé por qué se le quiere ver como crítico de arte). Lleva una mala dieta: probablemente lea sólo suplementos o revistas mexicanas. En México, hay que aceptarlo, no es que no haya crítica de arte; es que la que hay, la mayoría, es bastante débil: ya porque tiende, justamente, a generalizar y a hablar más del fenómeno periférico (extra-artístico) que del central (la obra); ya porque la escritura es pésima; ya porque quien escribe es más un aficionado que un profesional; ya por la lamentable combinación de lo anterior.
Con todo, Minera, casi al final de su trabajo, rectifica: “sólo a un loco se le ocurriría llevar su entusiasmo al punto de afirmar que todas las obras contemporáneas son buenas obras de arte, sólo porque son contemporáneas”. En efecto. Y lo mismo se podría decir sobre la crítica de arte.
Entiendo que el motivo principal del ensayo de Minera era reflexionar sobre la “civilización del espectáculo” con relación al arte contemporáneo; sin embargo, pudo haberlo hecho mejor: ejemplificado con puntualidad, definido sin ambigüedad y escrito con suficiencia.
Hasta aquí la parte que tocó a Minera.
Sobre el texto de Lésper (siguiente columna) no diré mucho. Su error es prácticamente igual: generaliza. La diferencia es que mientras Minera va contra lo que se dice del arte contemporáneo, Lésper va contra el arte contemporáneo (una actividad que la está convirtiendo en monodiscursiva, si no es que ya lo es).