Sería difícil entender el sistema político mexicano durante la segunda mitad del siglo pasado, los tiempos del “Milagro Mexicano” que terminó en los setenta para no volver, sin mirar el papel que juegan los medios masivos de comunicación y, en especial, la televisión.
La estrecha relación entre los gobiernos revolucionarios y pos revolucionarios, incluso corregida y aumentada por la alternancia política de derecha, ha sido una constante en la vida pública, pero varió en el curso de los años drásticamente en sus formas y objetivos. Primero, sirvió como mecanismo de legitimación del régimen, luego, fungió como catalizador democrático y, ahora, se autoerigió en poder fáctico. Las televisoras -sostienen muchos, entre los que desde luego me cuento- no son un actor neutral y apolítico, sino que tiene claros intereses (monopólicos) y busca incidir en las decisiones públicas apoyando e impulsando candidaturas a modo.
La confirmación nos la dio hace poco el diario inglés The Guardian, y antes el semanario Proceso. Por lo demás, hay que decir que el curioso fenómeno no es privativo de México. Por ejemplo, en Italia, país desarrollado y hoy en los apuros del euro, todas las televisoras públicas y privadas fueron controladas a placer por el primer ministro Berlusconi, algo así como el Azcárraga o el Salinas Pliego autóctono hasta el día de su escandalosa caída.
Acá, todos los candidatos, en diferentes momentos de sus trayectorias y campañas, han prometido abrir todos los canales de televisión y radio técnicamente posibles, cosa que está en la propuesta de López Obrador y de Vázquez Mota. Por su parte, la respuesta de Peña Nieto, a los legítimos reclamos sociales de #YoSoy132, ha sido de lo más hábil de su campaña. “Respeta” las expresiones públicas en su contra, afirma no querer gobernar en la unanimidad, se ha pronunciado en favor de la apertura y competencia en telecomunicaciones. Sin embargo, la aprobación legislativa de la ley Televisa y su rápida publicación en tiempos del vil Fox, (López dixit), constituye un ejemplo claro del poder fáctico en que las televisoras se han convertido.
Porque la famosa ley Televisa fue una iniciativa que hacía modificaciones a las leyes federales de radio y televisión y telecomunicaciones, sustituyendo así una iniciativa ciudadana largamente debatida en foros plurales un par de años antes y con claro sesgo democratizador. En síntesis, se trataba, tal como se puso en vigencia, de favorecer la concentración en una industria de por sí altamente concentrada. Sólo recuérdese al respecto, que los monopolios están prohibidos por el Artículo 28 constitucional.
Dicho entuerto es el ejemplo de cómo una empresa sustituyó al Poder Legislativo en complicidad con el propio Congreso de la Unión y con el visto bueno del Ejecutivo. Y no es que los partidos estuvieran alienados o dominados por los poderes fácticos, sino que se rindieron ante ellos, aunque no gratuitamente. A finales de 2005, la Cámara de Diputados aprobó la ley Televisa por unanimidad en el tiempo récord de siete (7) minutos (¡nos chamaquearon!, diría después Pablo Gómez, experimentadísimo y furibundo legislador del PRD…).
Los casi 30 senadores panistas reticentes de aprobar la ley Televisa sin modificar ni una coma fueron convencidos aduciendo que el PAN recibiría apoyos para diferir el pago de publicidad, presionar al IFE para garantizar la existencia de dos debates presidenciales y mejorar la estrategia mercadológica. Esta “aberración jurídica” en palabras de Sauri o “traición al país” en boca de Jesús Ortega terminó por aprobarse el 31 de marzo de 2006 y fue publicada en el Diario Oficial de la Federación el 11 de abril de 2006, aunque fue declarada inconstitucional por la SCJN un año después.
Abreviando, diremos que Televisa logró, sin mayores dificultades, autoritariamente, hacer pasar un cambio legal que claramente le beneficiaba. Y siendo los medios, especialmente la televisión, actores y arenas privilegiadas de los procesos políticos actuales –no solamente en periodos electorales–, se constituyen en poderes fácticos descomunales. Al darse una tendencia hacia la concentración de su propiedad y control, los medios contribuyen más bien a establecer un orden de gobernabilidad de corte autoritario, legitimando intereses y acciones de élites muy particulares, imponiendo decisiones de manera no participativa, aunque con la apariencia de consensuales y legitimadas. Por consiguiente, los medios representan obstáculos para una gobernabilidad participativa y, por ende, democrática. A su vez, en una especie de círculo vicioso, en este proceso de concentración –económico y político, además de cultural– los medios consolidan cada vez más su estatus de poderes fácticos, lo que les permite participar en un orden hegemónico, produciendo consenso para un proceso de desarrollo del que se benefician unos pocos, aunque con una fachada democrática.
Hay que tener claro que la relación entre Televisa y el Poder Ejecutivo Federal es simple: el monopolio que la televisión ejerce sobre la opinión pública les brinda una poderosa herramienta para negociar con el Estado, el cual otorga y delimita la concesión y, a cambio de brindar la fuente del negocio (la gallina de los huevos de oro), desea recibir apoyo político y mediático. Recordemos que la Reforma Electoral de 2007 supuso un revés a los intereses de los medios de comunicación, pues les quitó un negocio multimillonario basado sencillamente en el traspaso periódico de dinero público proveniente de los spots. Quien gane las elecciones del 1 de julio puede, por sí mismo o negociando con las demás fracciones parlamentarias, revertir tal entuerto y eso sin mencionar que el presidente de la República tiene influencia directa en las regulaciones y concesiones de la Cofetel.
En este sentido, compartimos la exigencia democrática de que los candidatos no utilicen la Constitución como novedosa oferta electoral y que “se comprometan a impulsar reformas que fortalezcan la autonomía de los órganos reguladores (Cofeco, Cofetel) y fiscalizadores (Función Pública, ASF, subordinados al Ejecutivo y Legislativo, respectivamente), y que mantengan la imparcialidad de los organismos públicos autónomos (CNDH, IFAI)”. Y lo mismo cabe esperar en proporción guardada, con la vida de las entidades federativas del país.
Posdata: en nada abona a la democratización de los medios y las telecomunicaciones, la reciente decisión de la subordinada Cofetel de avalar bajo ciertas reglas la fusión de intereses entre Televisa y Iusacell. Al tiempo.
@efpasillas