Opinión / Corrupción ad nauseam - LJA Aguascalientes
22/11/2024

Hace ya casi 2 mil años, Séneca, respetado político, filósofo y escritor latino de la primera centuria de nuestra era, subrayaba acertadamente que “la corrupción es un vicio de los hombres, no de los tiempos”. En la historia de nuestro México, esta reflexión no podría ser más atinada.

Desde la llegada de los españoles al Nuevo Mundo, la corona vislumbró la necesidad de un instrumento de control sobre sus funcionarios por “hallarse el mar de por medio” y para sobreponerse a la “maldita distancia” (sic), con el fin de que sus disposiciones legales, administrativas y políticas fueran debidamente observadas, así como para fiscalizar el desempeño de sus reales súbditos. Con base en ello se implementó en todas las posesiones españolas de ultramar el juicio de residencia, que era la cuenta que se tomaba de los actos cumplidos por el funcionario público al terminar el desempeño de su cargo. Se dividía en dos partes: en la primera se investigaba de oficio y con carácter secreto la conducta del funcionario; en la segunda, que era pública, se recibían las demandas que interponían los particulares ofendidos para obtener satisfacción de los agravios y vejaciones que habían recibido del enjuiciado. Durante seis meses, el investigado no podía salir del lugar donde había desempeñado su cargo ni tampoco podía aceptar otra posición. El juez realizaba entonces una exhaustiva investigación de sus acciones y emitía su juicio absolviendo de culpas o sancionando por medio de multas e inhabilitaciones temporales o perpetuas. La mayoría de los funcionarios de la administración eran sujetos de residencia: virreyes, gobernadores, intendentes, oidores, alguaciles, alcaldes, contadores, visitadores, etc. Esta práctica judicial fue un asunto de máximo interés gubernamental, ya que la corona era la principal interesada –sobre todo respecto a la Real Hacienda- en que la ley se cumpliera cabalmente, obligando al funcionario a responder al soberano del poder real que le había sido conferido.

A raíz de la guerra de Independencia, se interrumpió esta práctica legal, sustituyéndose por ordenamientos jurídicos que ya en la Constitución de 1917 se plasmaron en los Artículos 108 al 114, mismos que dieron lugar a la creación de la Ley Federal de Responsabilidades de los Servidores Públicos en el año de 1983 y a sus subsecuentes reformas en el año de 2003. Sin embargo, estas legislaciones –que no obligan a los servidores públicos a rendir cuentas, a transparentar su gestión al final de su desempeño de manera pública ni privada, ni a escuchar demandas de los agraviados– poco han logrado por contener la avalancha de corrupción que continúa siendo un fenómeno social de grandes proporciones en México. A estas alturas, la corrupción ha logrado agotar toda la credibilidad social sobre grupos y gobiernos que, viviendo en la impunidad más ruin, utilizan las potestades públicas para satisfacer intereses personales y partidistas. Hoy en día y salvo honrosas excepciones, los que llevan la voz pública, los principales actores políticos amparados en su representatividad popular, reiteran ad nauseam (hasta causar náusea) y sin asomo de pena o aflicción cualquier cantidad de actos ilícitos, fraudes, malversaciones, desfalcos, saqueos sistemáticos, sobornos y extorsiones.

Y para muestra basta con leer un poco: ¿qué hay con la pérdida de los casi 400 mil millones de pesos de la filial de Pemex este año?, ¿y con la ganancia billonaria en el sexenio de la misma paraestatal? ¿Dónde están los 33 mil millones de pesos que Humberto Moreira tomó del erario de Coahuila, y qué hay del enriquecimiento patrimonial de Villarreal? ¿Por qué se permitió el exageradísimo gasto de más de 1 millón de pesos en la fútil Estela de luz?, y de éstos ¿dónde quedaron los 375 millones de pesos que no son explicables según expertos? ¿Y del enriquecimiento ilícito del gobernador Arturo Montiel con 600 millones de dólares durante su mandato en el Estado de México? ¿Y qué hay con Yarrington, gobernador de Tamaulipas y sus vínculos con el narco? ¿Y con el desmantelamiento de Luz y Fuerza del Centro? ¿Y con las trabas para que Mexicana se reincorpore al mercado favoreciendo a otras empresas como Aeroméxico y Volaris? ¿Y con los  sobornos de Wal-Mart a funcionarios públicos? ¿Y con los gastos millonarios proselitistas de Peña Nieto en Televisa? ¿Y con las falaces y compradas demandas en contra de Napoleón Gómez Urrutia a favor de los grandes consorcios mineros? ¿Y con las pérdidas millonarias del IMSS por actos de corrupción con sus proveedores? ¿Y con los monopolios de Slim? ¿Y con las deudas públicas cada vez mayores de las entidades federativas? ¿Y con las enormes extensiones de tierra en Wirikuta casi regaladas a empresarios extranjeros? ¿Y con el uso indiscriminado e ineficaz de los recursos manejados discrecionalmente a través de fideicomisos sin fiscalización de Calderón? ¿Y con magistrados, jueces y militares inculpados por nexos con el narcotráfico? ¿Y con Atenco, y con Acteal?… (¡!)

En México, el Estado es el gran corruptor. La corrupción en el gobierno es la norma. La Secretaría de la Función Pública ha denunciado penalmente –así, bajita la mano– a más de 2 mil servidores públicos por actos de corrupción y ha impuesto sanciones económicas, inhabilitado y destituido a más de 10 mil en lo que va del sexenio. Y además denuncia la SFP que por ineficiencias y corrupción en los sistemas de contratación pública se generan pérdidas de entre 70 mil millones y 100 mil millones de pesos anuales.

Bien lo expresó en su reciente visita a México Camila Vallejo, lideresa del movimiento estudiantil chileno, en cuanto a que como pueblo tenemos la necesidad de “abandonar viejos esquemas en los que se exige a los de siempre cambios que sabemos nunca van a hacer”. Entonces, es tiempo de ser éticos y congruentes, y despertar. Si la soberanía no reside en un rey, sino en el pueblo, nosotros tenemos que hacer uso de ese poder. O, ¿estamos dispuestos a seguir tolerando la burla?

 

 

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