Infames, serie de TV que proyecta de lunes a viernes el canal 28 – Cadena Tres – marca, sin duda, un hito en la programación al uso de la televisión mexicana y, sobre todo, de lo que su promocional insignia define como “la televisión más abierta que nunca”. Su propia recensión expresa: “Un thriller con el póquer como leitmotiv, donde nada es lo que parece. Una historia de poder y seducción donde nuestra valiente protagonista retrata la psicología femenina y los oscuros andamiajes de la corrupción en el México actual, confirmando que el verdadero poder está, y siempre ha estado, en manos de las mujeres”.
Provocativa propuesta, por demás indecorosa, sobre todo por su modo particular de exponer la reivindicación de la mujer, en su más amplia y profunda significación. Se posiciona en las antípodas del colosal ensayo de Octavio Paz que define el alma mexicana como aquélla de la chingada. Esa herida física femenina que se juega en la rajada esencial de su sexo convexo, y que se presta a ser penetrada y, por tanto, vencida, tomada, poseída por el poder fálico del varón macho a ultranza; aquí, en la trama de la serie, reivindica para la mujer el poder de chingar sin sentirse ni saberse chingada, sobre todo cuando de coitos se trata. De hecho, el nuevo lenguaje femenino se va tecleando desde esta tradicional fatalidad anatómica de la hembra, pero elevada a poder de dominación sobre aquel incauto que cae en la trampa de su aparente pasividad receptiva.
Se trata de revertir el atávico y anquilosado papel femenino en la sociedad machista, para proyectarlo como un rôle eminentemente activo, protagónico y vanguardista. De ahí que no teme poner en boca de verdaderas reinas de la belleza y de la seducción palaciega, palabras otrora denigrantes y ofensivas para las damas, consideradas decentes y de altura social. De manera que la primera apropiación de esta pretendida emancipación femenina, en pleno siglo XXI, es del lenguaje de la calle, del pelado, de la verba picaresca popular. Ahora la mujer chinga y pude chingar sin temor a sentirse culpable, lo cual, obviamente, desconcierta a los ya supuestamente emancipados varones, muy metrosexuales, muy cultos y cargados de posgrados envidiables de universidades prestigiosas extranjeras.
Prácticamente ningún tópico que tenga que ver con la quebrantada moral dominante, se elude. Está abordando el serio problema del aborto; el uso y recurso a los anticonceptivos farmacológicos más poderosos; se recurre a la escenificación de la bebida de licores y refinados vinos; se muestra sin melindres la inhalación de cocaína o el fumar marihuana. Se repasa con detalle y con deleite el delicioso arte de la seducción, tanto masculina como femenina; y, por si faltara, se añade el lenguaje físico-lingüístico de parejas homosexuales. Y todo este seductor lenguaje simbólico y meta-simbólico, como dirían los semiólogos, se expresa en el diálogo de cuerpos bellos, casi perfectos de mujeres y hombres triunfadores en el entramado social de nuestro complejo y complicado tercer milenio.
El tremendo poder de la seducción sensual y sexual se pone al servicio del poder real: el económico y el político. Aquí, el lenguaje y su expresión simbólica y, por tanto cultural, se desarrolla en el escenario prototípico del Palacio Nacional. Centro y símbolo de poder por antonomasia. Solamente que ya no como vehículo solemne y augusto de las luchas antiguas y tradicionales del poder por apoderarse de la silla presidencial, sino como el poder a ras de tierra por hacerse con el poder, sea como sea y tope donde tope.
Ni qué decir de la imagen que crea y recrea del nuevo tipo de políticos, esencialmente tecnócratas emergentes de los países centrales del capital, que se mueven como peces en las aguas turbulentas de la era del conocimiento y de la información. Dominan todo tipo de aparatos electrónicos y digitales, particularmente los iPods y las iPads en el flujo interminable del Internet de cada día. Nuevos símbolos de poder económico y político, capaces de transmitir ideas y decisiones de dejar vivir o de matar, a la velocidad del pensamiento, como dijera uno de sus propios creadores, Bill Gates.
Finalmente, el objeto significativo central de la serie es la representación dramática de la lucha política del poder, manifestada en una contienda por la silla presidencial. Reproduciendo a querer o no queriendo la “realidad” política actual de México; utilizando modosamente el lenguaje pre-republicano de “partido conservador” y “partido liberal”, para poner en escena a los actores protagónicos de esta lucha perenne. Eso sí, haciendo recurso a todo tipo de artimañas y secretas habilidades de manipulación, sin tapujo alguno de racionalidad, moralidad o respeto por el “fair play”. El juego sucio por antonomasia, para dominar a la mansas masas, aborregadas; pero, en serio riesgo de explotar en cualquier momento.
El análisis científico exige, como primer postulado, declarar explícitamente el objeto de estudio; es decir, instruye que primero sea la definición –así sea preliminar- del problema que se va a abordar, para luego construir las hipótesis plausibles de su explicación y derivar de ella los medios para su posible resolución.
Tratándose, en el caso presente, de una filmación de capítulos por cinco entregas semanales, tenemos un objeto de comunicación masiva, que es, ante todo, un objeto portador de significados, lo que define su naturaleza como un símbolo comunicativo, por excelencia. Dice lo que quiere decir, cómo quiere decirlo y con el propósito inequívoco de romper paradigmas sobre la moral dominante en la comunicación social de hoy.
Incomodar a “las buenas conciencias” es su estilo de afrontar el manejo hipócrita de cómo los grandes consorcios televisivos han venido produciendo históricamente la infiltración ideológica en las masas silentes de los tele espectadores. Rompe intencionalmente las “normas” no escritas ni definidas, de qué decir y cómo decirlo al público en general, de los prototipos al uso de la gente decente y gente de bien. Juega a ser un espectáculo expresamente antitético de la producción dominante orientada a una masa impersonal, pero sumisa, acrítica y aquiescente de las más indecibles atrocidades. Cualquier emoción o pasión, cualquier decisión u omisión, afectación o influencia es meramente un daño colateral. Cualquier semejanza con la realidad es puramente intencional.