- Barba guarda un apéndice
Entró a pisar haciendo centellas y a estremecer a las estrellas el toro y las abusivas figuras extranjeras se ausentaron.
Tarde torera y recia fue la vivida fabulosamente ayer en la finca taurómaca de Alberto Bailleres. La gente, no acostumbrada a la heroicidad ancestral de la fiesta, cansada, cruda y con las carteras huecas, hizo una entrada evaluada de humilde cuarto en esta función que no necesitó de faunos, sátiros, escenas carcajeables ni Pelea de gallos para hacer valer la emoción y realeza del espectáculo taurino.
Repelidos los de Xajay por la carencia de trapío, La Venta del Refugio despachó una partida de seis cinqueños poderosos, rematados, cuajados y finos que con su sola presencia pusieron a concentrarse en la lidia a las infanterías y a temblar a más de un varilarguero que fue a golpear la corteza de arena en espectaculares tumbos cuando recargaron bravamente en los petos. Escupidos de la suerte el segundo y el sexto, los cuatro restantes lavaron el agravio y aquella resultó una corrida de alta valía y sustancia genuina.
La propuesta de la empresa fueron dos jóvenes locales, Fabián Barba (silencio tras aviso y oreja) y Mario Aguilar (oreja y dos orejas) con un primer espada peninsular, Antonio Barrera (silencio y pitos tras dos avisos), sevillano que no tiene la gracia cascabelera de los de su tierra y que en edición renovada quitó un puesto a cualquier torero mexicano que sí hubiese necesitado de la tarde y que la hubiera dimensionado a su favor y al de la torería azteca. Su segundo era un toro bien armado que cuando le llevó templado por naturales se desplazaba de modo extenso, pero al que no tuvo voluntad de ver y enfrente de él se descolocó, no templó y jamás mandó. De sus armas, ni hablar.
Soportada con tedio incluido la intervención ordinaria e intrascendente de tal, vino la euforia con Aguilar quien frente de un torazo de lámina soberbia, su primero, paulatinamente fue tomando conciencia de la distancia y el mando que exigía, para en tres tandas derechistas escenificadas en la geografía de tablas, generar los oles del caudal de un venero muy hondo cuando recorrió la sarga templadamente acompañando las embestidas enteras del adversario. Verdad y evidencia de ella hubo; diligencia bizarra por la cual le fue ordenada una oreja pese a que pinchó antes de la buena estocada. No cerró la espuerta sino hasta, ya comprometido con el toreo y la importante tarde, acoger y solucionar la lidia del sexto, otro burel de útil pitón derecho que aunque tardo denunciaba fijeza y buen estilo. Ahí Mario se plantó en la órbita donde se paren las emociones e igualmente entregó en volúmenes cortos –el toreo no es de mucho, sino de bueno- derechazos estupendos que impactaron directamente en el ánimo de los consumidores. Hecha la buena obra torera se fue atrás del estoque y atizó un espadazo caído, sin embargo efectivo que obligó a que el hondo toro rodara sin puntilla cuando ya en la escalinata los albos pañuelos ondulaban alegremente.
Barba no se rezagó. La porta gayola lució y los lances acosados por el viento resolvieron la labor capotera que cerró agradecidamente a manera de navarras. Voluntarioso y decidido absorbió en la zona de las maderas las potentes embestidas de un hermoso toro que a cada pase acrecentaba su sentido y del que se deshizo con afanes y sudor.
La larga en los medios con la que intentó dar la bienvenida al quinto se obstaculizó, como advertencia adelantada de que la faena de muleta quedaría igualmente inconclusa en respuesta de la incorrecta distancia que ofreció a un toro de muy buen cuerno derecho al que no pudo hacer romper; en descargo del desatino realizó labor tasada de hacendosa cuando ya el burel estaba clavado en la arena y en el amparo de la barrera y al que despachó de una estocada que no requirió de puntilla.